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El esconderite inglés

06/04/2025
 Actualizado a 06/04/2025
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¿Pero no os acordáis? El esconderite inglés. Así llamábamos a aquel juego de verano. Era quedar pasmados en postura de piedra suponiendo que el aliento del tiempo no nos alcanzaba. Visitante: tú que entras aquí haz eso mismo». Así de bien te recibe un texto de Tomás Sánchez Santiago a la entrada de ‘Ciertos deslumbramientos’, la exposición que puede visitarse estos días en el Museo de León y en la que el gran escritor zamorano pone textos a las fotografías de José Ramón Vega, retratista descomunal, elegante en todo lo que hace y dice. Ante una preciosa imagen de relojes abandonados que un día marcaron las horas de todo el mundo se puede leer: «Desconcierto de la puntualidad. Como una dimisión definitiva, caen al suelo los segundos mal administrados; se vuelven crujidos de hojarasca ciega, música seca de cáscaras, astros sin suerte». 

Este encuentro de la imagen y la palabra es otra prueba del talento local que a menudo no se valora lo que merece simplemente por resultar demasiado doméstico. Se suele hablar demasiado de los escritores y demasiado poco de los fotógrafos. En esta casa, sin ir más lejos, se jubila dentro de poco Mauricio Peña y está recibiendo una sucesión de bien merecidos homenajes por haber dedicado su vida a ser testigo, no precisamente mudo (las fotografías también pueden dar gritos), de lo que le pasaba a su provincia, reconocimientos a su trayectoria que, además, nacen de instituciones y de particulares para demostrar que en esta tierra, contra todo pronóstico, la memoria puede durar más que un obturador abierto.

La trayectoria de Mauricio Peña es la mejor prueba de lo que ha cambiado la profesión con el paso del tiempo: cuenta que, en sus primeros trabajos, los actos no empezaban hasta que llegaba él porque no tenía sentido celebrarlos si no iban a salir en el periódico. Ahora parece el Pleistoceno pero fue antes de ayer lo de tener que esperar a que el laboratorio hiciese su magia, cuando las fotografías eran literalmente revelaciones y ni ellas en particular ni la vida en general se compartían en directo. Como los periodistas, los fotógrafos eran entonces seres respetados a los que había que tener contentos porque la realidad dependía en muy cierta medida de sus disparos. Igual te podían hacer famoso que invisible. Hoy, en cambio, todo el mundo se enfoca a sí mismo y con eso tiene más que suficiente. Si no me ama Dios ya me amo yo. Podríamos ver lo que pasa al otro lado del planeta y, en cambio, lo hemos llenado todo de espejos. Del mismo modo que podemos profundizar la búsqueda hasta encontrar una noticia que nos dé la razón o el pronóstico meteorológico que más nos convenga, tener siempre una cámara infinita en el bolsillo, además de generar más esclavos de las apariencias, ha vulgarizado el clic. Hasta que quede bien, es decir, hasta que quede bien yo. Otra cosa es que al final te pille un chaparrón o que los granos terminen por soltar su pus en público.

A los fotógrafos profesionales les apartan ahora de todos los saraos porque los protagonistas se están enfocando a sí mismos para intentar ser un poco más protagonistas aún. Nunca suele haber sitio suficiente para tanto séquito haciendo selfies pagados. Venga espejos. Deben de tener miedo a que la gente se olvide de ellos tan rápido como ellos se olvidan de la gente. Se empieza por ahí y se termina aceptando que cuando un político llega a ver un incendio la noticia es el político y no el incendio. 

O a un entierro. En el de los mineros fallecidos esta semana en Villablino vimos a nuestros políticos queriendo asumir ante las cámaras un protagonismo que no les correspondía y que nadie más que ellos, en su voracidad, querría tener ante un drama de tales dimensiones. Tenían que estar, sí, pero no tanto. Viciados a tener siempre un sitio reservado en primera fila y no guardar colas, en Laciana se tuvieron que quedar fuera, escuchando la misa por los altavoces, como otras miles de personas, pero formado un siniestro escuadrón para que a nadie le pasara inadvertida su presencia. Parecería que estuvieran jugando al esconderite inglés, de no ser porque hace demasiado tiempo que perdieron la inocencia. 

Tanto interés mostraban todos, de todos los partidos, en que se les viera cerca del luto y el orgullo mineros (los políticos locales, los que tienen que dar la cara ante tanto olvido institucional, quedaron ninguneados ante la avalancha de altos cargos en modo plañidera) que, con los debidos respetos a los muertos y a sus familiares, bien se podía haber aprovechado la ocasión, ya que estaban allí «pasmados en postura de piedra suponiendo que el aliento del tiempo no los alcanzaba», para repasar, en el momento y en su cara, todas sus cuentas pendientes con el valle (¿dónde han ido a parar exactamente los fondos para la transición justa?), sus promesas olvidadas (¿qué fue del Parador de Villablino? ¿Y del Ponfeblino?), sus aberraciones administrativas (¿por qué se destinó a construir una autovía mesetaria el dinero para el desarrollo alternativo de las cuencas?), sus torpes y malintencionadas estrategias (¿a cuento de qué ponen ahora trabas al centro de refugiados?) o la forma en que todos ellos abandonaron la minería como si hubiera sido una delincuente, que eso sí que fue esconderse.

En la ciudad holandesa de Breda, donde ‘Las lanzas’ de Velázquez, de alguna manera un fotógrafo del siglo XVII que permitía a los reyes enfocarse a sí mismos antes de que se inventaran los selfies (todo un pionero de los gabinetes de prensa), Apple tiene un gran robot llamado Daisy que es capaz de desguazar en tan solo diez segundos un Iphone para extraer todos sus metales críticos y reutilizarlos. Como no suficientes, para poder seguir retratándose, como antes para calentarse, hay que picar. Y picar, lo que se dice picar, siguen picando los mismos de siempre. No se les ve mucho porque no llevan a nadie que les haga las fotos, así que tiene que ocurrir una tragedia para que todos nos enteremos de que sigue habiendo mineros.

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