Hoy Joaquina andaba buscando flores de caléndula, que ahora dejará secar para después convertirlas en bálsamo de algo, porque si hay un ingrediente necesario para todo lo artesano, es el tiempo. Y como siempre que la veo trajinando de allá pacá, me trae a la cabeza ‘El sol del membrillo’, ese documental que demuestra que es la tierra quien marca el ritmo y tuvo que ser otoño para poder grabarse. En él, el pintor Antonio López armado de pincel y paciencia, se sienta ante el membrillero que un día plantó en su huerto y lo observa durante semanas para pintar el proceso de maduración de sus frutos, intentando capturar los rayos de sol filtrados entre sus hojas, mojar en ellos el pincel y trasladarlos al lienzo, mientras el cineasta Víctor Erice graba todo el proceso. En realidad, lo que les importa no son los frutos, que acaban pudriéndose en el suelo, si no la esencia, la luz y cómo el sol que los madura salta de las ramas al lienzo.
Así se siente una estos días. Una mezcla entre el pintor intentando captarlo todo, el cineasta grabando la imagen y la vieja del visillo observando la calma, la rutina de un lugar pequeño, la labor diaria de sus gentes, el goteo de pasos que van y vienen de casa al huerto y de la huerta a casa, con el ritmo aminorado como si el otoño fuese un tiempo que se debe vivir despacio. Con tal serenidad trabajan que parecen no hacer nada cuando regresan de sus fincas, siempre con algo entre las manos, como hormiguitas haciendo acopio de todo. Si estas fechas te pillan en un pueblo y tienes a mano una mujer con una cesta y un huerto, es muy recomendable observarla como hizo el pintor con su membrillo. Resulta delicioso ver cómo va capturando y metiendo el otoño en casa por goteo, poquito a poco, como sin darse cuenta. Después cierra tras ella porque el cierzo ya baja del monte y silva por el valle. La casa empieza a oler a calma, a labores pausadas, a costura, a templado, a calzado fuerte y lana recién sacada del armario. Y a leña y fuego.
Sobre todo, a eso huelen las cocinas del invierno, el refugio tras el trabajo duro ya hecho. La leña ya apilada, espera fuera para ser entregada a los fuegos de invierno, el vino hace días que cayó de la parra y ahora se toma su tiempo y fermenta en la oscuridad de bodegas y allá al fondo, entre los surcos recién hechos, la sementera está terminada y el pan de mañana está naciendo bajo tierra, justo cuando los vencejos y golondrinas se pierden a lo lejos y las merinas ya solo son ausencias en nuestros puertos. Hubo que hacerlo porque según el refranero ‘En seco o en mojado por San Lucas ten sembrado’. Esta semana fue San Lucas y todos sabemos que en el campo los santos tienen mucho mando.
Ahora sí. Ya con el otoño en las cocinas, las puertas cerradas y las lumbres ardiendo, llegó el momento de los magostos y filandones, las charlas pausadas y el embrujo del fuego asando castañas en las brasas. Tiempo de lumbre y de lana. Pero también es momento de cocinas de silencio y faena, del placer de hacer las cosas despacio sin más sonido que el trasteo de cacharros, el chasquido de troncos y el borboteo de cazuelas en las que se convierte en compota el otoño que la mujer metió en casa poquito a poco. Podría considerarse filandón al callar de unas manos hinchadas pelando pimientos, triturando tomates, troceando membrillos o pelando manzanas, entre una orgía de olores de tierra. Podría considerarse pecado el baile de la cuchara de madera en su lucha con la carne de membrillo que se resiste a ser dócil y dulce hasta que, por fin, se rinde al fuego, se ablanda y se entrega para ser delicia de humanos. Podría llamarse música al crujir de nueces, avellanas y lumbres haciendo coro. Y debería buscarse una palabra especial para llamar al maridaje de tierra, fuego y tiempo que sólo algunas mujeres consiguen. Las que saben de sementeras y hacen el ciclo completo de su casa a su casa, llevando la semilla a la tierra y regresando con ella madura, lista para envasar y ser despensa. Las que saben sacar la esencia de la tierra y envasarla convertida en compota.
Ahora ya sabemos qué hacen con los veranos y los otoños las mujeres que tienen un cesto y un huerto cerca. Las que no se sientan frente al membrillo para ver cómo madura porque su color y aroma les anuncia la recogida. Las que saben lo que hacen y meten las estaciones en casa poquito a poco, como sin darse cuenta y aún les queda tiempo para recoger flores de caléndula y una tarde cualquiera, cuando ya estén secas, coger aceite, cera de abeja y preparar una crema que alivie la piel del mundo, tan seca y herida.
Esta es la noticia del día. Cuando una se tapa los oídos para no saber de guerras ni de lo que están haciendo a miles de niños sin que nadie lo impida ni se ponga remedio, escuchar que una mujer anda recogiendo flores de caléndula para hacer con su esencia una crema, es lo más liviano y limpio que se encuentra para lavar un día. Eso y que llovió con ganas y la tierra bebió hasta hartarse.