Muy mal debe de andar el mundo para que la esperanza se haya puesto tan de moda en nuestras librerías. Sin agotar el catálogo, a lo largo de este año que agoniza se han editado al menos los siguientes libros: ‘La esperanza no defrauda nunca’ del Papa Francisco; ‘El espíritu de las esperanzas’ de Byung-Chun Han; ‘Revolución, rebeldía y esperanza’ firmado por varios autores; también, pero por varias autoras, ‘Futuro con esperanza: mujeres actuando ante el cambio climático’; ‘Hispanoamérica: canto de vida y esperanza” de José Luis López-Linares; ‘Esta vana esperanza’ de Emili Albi; ‘Jonás y la esperanza’ de Juan Carlos Rodríguez Torres; ‘Una idea de esperanza’ de Ximo Puig; y el libro de conversaciones entre el músico Nick Cave y el periodista Sean O’Hagan titulado ‘Fe, esperanza y carnicería’.
También nosotros hemos sido insistentes desde esta columna y es ya la tercera vez que nos dedicamos a opinar acerca de ese estado de ánimo, virtud o ilusión, seguramente siempre sin éxito. Por eso lo del plural del título: van ya muchas esperanzas, tantas como las que se nos fueron disolviendo por el camino. Porque la esperanza tiene eso precisamente, se disuelve, la realidad es siempre mucho más sólida y acaba imponiendo su ley. Recuerdo cómo en el año 1982 se decía que los españoles y españolas habían votado a Felipe González con esperanza y quizá por eso lo que siguió después fue el desencanto. Nadie dijo lo mismo cuando se votó a Zapatero, como mucho alguien se atrevió a afirmar que se había obrado con expectativas, algo mucho más físico y medible. Tal vez por ello el sentimiento posterior no fue el mismo. Son sólo ejemplos, pero suficientes para explicar el sentido corrosivo del término. De modo que si ahora volvemos a alardear de esperanzas, más vale que nos vayamos preparando para el desengaño. O mucho mejor, si tenemos los pies en el suelo, que nos armemos con otras herramientas más sensatas y efectivas frente a cuanto nos toca vivir en estos tiempos en verdad desaforados.