Aunque yo por entonces era muy joven a la hora de valorar determinadas cosas, sí me acuerdo de las entrañables ollas ferroviarias que albergaban en su interior el alimento necesario para no tener que depender de comidas ajenas. En la parte de debajo de la olla era donde se depositaba el calor producido por las brasas del carbón que, como he comentado anteriormente, servia para alimentar al mismo tiempo la caldera de la máquina de tren, o locomotora, la comida para el día entero lo cual, junto con un café , una copa ,bien de brandy ( entonces Coñac, antes de que se prohibiera tal denominación debido al plagio de la conocida bebida con el lugar del mismo nombre de la localidad francesa, o de orujo si la economía no daba para mucho más., todo ello acompañado con una partida de mus inhalando el humo del famoso y apreciado ‘Faria’ y si era gallega, de Coruña, que era las más cotizada, hacia más llevara la estancia del día fuera de casa.
Es arriesgado hablar de gente de hace muchos años sin saber si hoy viven o no, debido al tiempo transcurrido pero, por lógica, la gran mayoría ya no se encuentran entre nosotros .De los que solían venir como maquinistas y fogoneros desde, Balmaseda, Mataporquera o Bilbao, recuerdo a nombres como Mena, Oria o Chuchi, por cierto este último de tanta bonhomía como estatura tenía, (rondaría los dos metros). No quiero olvidar, aunque resulte imposible retener los nombres de todos los ferroviarios que pasaron por la Estación o por el bar de mi padre, ‘La perla Vasca’, en la calle de Renueva. También forman parte en la nómina de recuerdos lo que un día presencié estando D. Valentín (el jefe de la estación) a punto de dar salida al tren, mediante pitido de silbato, cuando observó cómo un lechero de un pueblo de la ribera de Torío, de los que venían a la ciudad a diario a vender la leche casa por casa, con la cantará de metal vacía y a carrera tendida para no perder el tren, y el jefe de la estación, con el banderín en alto, encarándose con él le dijo: «la última vez que te espero, la próxima coges la cantará al hombro y vuelves andando», lo cual ponía de manifiesto el grado de confianza y de familiaridad existente entre ferroviarios y los usuarios de aquel entrañable tren.
Para finalizar no quiero dejar de comentar y que todavía hoy, a pesar de los años transcurridos, no dejo de recordar, lo que Federico Tagarro relataba un día cuando, estando expidiendo billetes, se le acercó un viajero y le dijo: oiga, ¿a que hora sale el tren de la una? A lo que él, con la sorna que le caracterizaba, le contestó: «a las doce sesenta», cuando observó cómo el viajero marchaba diciendo en voz alta, coño: «a ver si os ponéis de acuerdo, que todos los putos días estáis cambiando los horarios». Eran tiempos en que los trenes con sus viajeros eran recibidos, por aquellos maleteros que, con unos humildes carretillos de mano trataban de ganarse el sustento informando de las pensiones donde alojarse que no fueran muy caras. Estoy seguro que mi amigo Heriberto echará alguna sonrisa, cargada de nostalgia, recordando la pensión ‘La Montaña’, regentada por su familia, que tantos viajeros acogió.
P.D.: El tren debe llegar hasta la Estación de Matallana... ¡Sin ninguna duda!