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Estaciones de autobuses

26/05/2024
 Actualizado a 26/05/2024
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De entre todas las manifestaciones de la arquitectura humana, pocas tan sórdidas como las estaciones de autobús. Da igual si se trata de una metrópolis de millones de habitantes o de una parada en medio del campo y a mitad de camino en una ruta de seis horas: en todas se adivina idéntica corrupción, el mismo efluvio problemático. Tras haber recorrido geografías en ‘guaguas’ de todo pelaje, unas cuantas paradas se disputan los primeros puestos en el listado del horror. Por ejemplo, la antigua de Zaragoza, fagocitada posteriormente por el nuevo complejo en torno al AVE, y que en aquel entonces estaba plagada de yonkis y humedades.

La nuestra, la del paseo Sáenz de Miera, no le iba a la zaga. Ahora tiene un nombre ilustre, el de Doña Urraca, y un acabado como de farmacia nueva. Están también las puertas automáticas de cristal para acceder a los vehículos que van a Benavides o a cualquier otro lugar (cada vez menos, por desgracia) de nuestra geografía provincial. Pero quien haya frecuentado el espacio (sobre todo antes de la llegada de los trenes de alta velocidad a nuestra tierra) sentirá unos ecos similares al pasar por allí.

Despedidas, esperas, retrasos, recibimientos… Hubo una época en que el ‘coche de línea’ de Acebedo hacía una parada en Alcalde Miguel Castaño con Fernández Ladreda, pero a veces no era así y había que irse hacia la querida estación. Ahí empezaba un viaje de lo más interesante, sobre todo para un niño con tendencia al mareo en carretera. Puede que ahí empezase la difícil relación con el intercambiador.

La sensación era mucho mejor al llegar desde Madrid. Uno salía de Méndez Álvaro (otro notable ejemplo de sordidez) y llegaba a las dársenas leonesas y luego las abandonaba y cruzaba el río por la pasarela, la mayoría de las veces tardísimo, y se iba demorando –las lágrimas a punto de rebosar por la emoción– por el camino de regreso a casa. También estaban todas aquellas ocasiones de autobuses perdidos. O aquel otro viaje a la Cuna del Parlamentarismo desde la Capital del Reino un Jueves Santo, a punto para llegar a Genarín. Siempre tarde en esta vida, llegué al andén cuando el Alsa ya estaba marcha atrás rumbo a la submeseta norte. Agité los brazos y, una vez más, con los ojos humedecidos, imploré clemencia al conductor, que no se sabe muy bien por qué se apiadó de mí –después de cagarse en varias generaciones en mi árbol genealógico– y me dejó subir. Gracias a él pude llegar a una cita con una persona y mi vida ya no fue la misma. Tal vez un poco de sordidez es mejor para la vida que la comodidad.

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