Decía uno de los pódcast conversacionales (algún día habrá que abrir este melón y confirmar que efectivamente existe un formato de este tipo a cada vuelta de la esquina) que se han dedicado al paso de la Dana por el sureste de este país a finales del pasado octubre, que a España la recorre un «estado de ánimo» desde los trágicos hechos de hace un par de semanas. Lo decía muy acertado un José Luis Sastre –periodista valenciano– reflexivo y crítico desde la calma mientras escuchaba atentamente y sin interrumpir –como pocas veces lo hace– un Miguel Maldonado que después confirmaba por qué no siempre es necesario el humor y las «chuflas»(y eso que durante las últimas semanas más de una y más de dos las hemos necesitado).
Se dice que el estado de ánimo es una forma prolongada de estar en esta vida y que implica el equilibrio que tiene un ser humano en una situación determinada. De estabilización o de armonía ha tenido poco esta sociedad en los últimos días en los que estos sentimientos han ido oscilando desde lados opuestos, que se han trasladado de la cabeza, al corazón y después al estómago, y que se encontraban en las antípodas los unos de los otros, los de una persona y la que tenías inmediatamente al lado.
Las seis categorías básicas de emociones que existen –miedo, sorpresa, aversión, ira, alegría y tristeza– podrían identificar perfectamente el recorrido del que hablaba Sastre y por el que seguro han pasado cientos de miles de españoles (ni que decir tiene de los damnificados y su sufrimiento, con lo que jamás nadie podrá llegar a acercarse a empatizar). El miedo que campaba a sus anchas junto a la riada, a los coches amontonados, a las personas que trepaban por las paredes; la tristeza de las pérdidas que son en su mayoría irrecuperables; las (no) reacciones iniciales que no hicieron más que provocar aversión en unas gentes que parecía que ya no tenían nada más que perder, hasta que casi les quitan la dignidad. Y la ira que eso conlleva. La alegría de la respuesta solidaria de una ciudadanía comprometida que, como decía Nerea Pérez de las Heras (en otro pódcast)«estaba necesitada de agencia, de actuar». Aunque si algo ha sobrevolado las conversaciones, la ‘desconexión’ en redes sociales o las tertulias de los últimos días, eso ha sido la sorpresa. La incredulidad ante la desinformación, las «noticias» malintencionadas, el empujón para la crispación. Una sorpresa que ha evolucionado en incredulidad ante un panorama que ha resultado desolador visto desde aquí, siendo ciudadanas y espectadoras. Y es que, nunca habrá hidrolimpiadoras que consigan llevarse el lodo putrefacto que esta catástrofe ha dejado en muchos estados de ánimo.