Algunos lunes me intercambio con el dibujante Ernesto Rodera los sucesos más escabrosos que cada uno hemos encontrado en nuestras lecturas a lo largo de la semana. Los partes de incidencias del fin de semana de la Policía Local de Ponferrada son una fuente inagotable, porque todo hace indicar que los bercianos no han entendido aún el funcionamiento de las rotondas o, por lo que sea, se les olvida por las noches. Esta semana han sido los periódicos asturianos los que han aportado las mejores piezas, empezando por el memorable «Tres heridos tras una pelea por el wifi en un piso de Oviedo: un hachazo y un dedo arrancado de un mordisco» de La Nueva España, a lo que El Comercio contratacó con un titular que en las facultades de Periodismo podría alcanzar incluso la categoría de titularón: «España, aislada de Asturias tras el argayo del Huerna». Juntos como hermanos vamos caminando hacia ti morada santa del periodismo, de tanto hacer el ridículo peleando por unos clics que cada vez resulta más difícil diferenciar las informaciones reales de las satíricas.
De todo ello tenemos la culpa principalmente los periodistas, claro, pero pasa un poco como con la riadas de Valencia: los culpables son tantos y tan variados que el barro no pero la responsabilidad sí se diluye incluso por las alcantarillas más obstruidas. El que avisa no es Mazón. En Valencia hemos visto que el postureo también lo inunda todo, incluso la ayuda humanitaria, y que algunos son capaces de barrer con una mano mientras se fotografían con la otra, sin duda más preocupados de esta última. A nadie le pueden caber dudas, después de lo vivido en los últimos años, de que no vamos a aprender nada tampoco de esta tragedia, por más que los bulos, los oportunistas y los dirigentes políticos nos dejen botando tantas oportunidades de sacar conclusiones.
El guionista macabro que escribe últimamente nuestra actualidad, el mismo mago que ha hecho desaparecer bajo el agua todos los problemas que tan graves y urgentes parecían este país, ha querido que prácticamente coincidieran en el tiempo las riadas provocadas por la Dana, antes llamada gota fría, y un argayo, antes llamado alud, en la autopista entre León y Asturias. Cuentan que los primeros en llegar tras el derrumbe se bajaron de sus coches, hicieron unos cuantos vídeos y unas cuantas fotos para actualizar sus redes sociales y se dieron la vuelta sin llamar al 112, sin preocuparse de si había alguien debajo, protestando por el pésimo servicio de la autopista AP-66. Seguramente se escuchara algún improperio contra «Perro Sanxe» por permitir todo aquello.
Comenzó entonces a funcionar la maquinaria del Estado, que para muchos españoles ha venido a convertirse en ese ser superior en el que en realidad no creemos pero esperamos que nos solucione todos los problemas y, si no, le culpamos con furia de todo lo malo que nos pasa. A los damnificados de Valencia lo primero que les mandaron del Estado, para que se dejaran de monsergas de que «sólo el pueblo salva al pueblo», fue el postureo en su versión más real, y el balance fue obvio: una mañana perdida porque hubo que terminar ayudando a los que se supone que iban a ayudar, que por otra parte es lo que viene pasando en este país desde la llegada de los borbones. Al presidente tuvieron que evacuarlo para que no lo molieran a palos y a Sus Majestades las fotos de enrollados con leves salpicaduras de barro les habrán servido para renovar el alquiler de La Zarzuela y garantizarse veranos en Marivent durante otras dos o tres generaciones.
No se explica el ensañamiento con las pobres víctimas de la riada. Ese castigo se lo tendríamos que reservar a los que claman, por ejemplo, por que el Estado les salve cuando se quedan tirados sin cadenas, sin gasolina y sin comida en medio de una nevada que había sido anunciada durante días. En los alrededores de Valencia sería interesante también diferenciar a los desgraciados que el agua sepultó porque arrasó literamente sus casas o porque tuvieron que ir a trabajar, recoger a familiares dependientes o hacer viajes verdaderamente urgentes e inevitables de los que quisieron simplemente salvar su coche o dar una vuelta, a ver cómo está el tema, pese a las advertencias que, más allá de la incompetencia y las sobremesas, había salido por todas partes. Y, por lo que se refiere a las necesarias indemnizaciones, los primeros ceros deberían correr a cargo del patrimonio de los alcaldes y concejales de urbanismo que autorizaron las construcciones en zonas inundables, a los que, dada la gravedad de la situación, se les podrían perdonar los otros delitos que a buen seguro habrán cometido tramitando las licencias.
Las disputas políticas, los choques de ambiciones desmedidas, terminan derivando en ascensos por eliminación y por sorpresa de una clase política que no llega siquiera a mediocre. Aquí también tenemos ejemplos, claro, que es muy fácil señalar a los demás. En una entrevista publicada por este periódico, el teniente alcalde de La Pola de Gordón decía «falta una ley que establezca que los gobernantes que realicen una mala gestión tendrían que pagar», a lo que rápidamente reaccionó el propio alcalde diciendo que que quedara claro él no lo había dicho, seguramente porque la frase le parecía demasiado sensata, como apuntaba el gran Rubén Cantón.
Aquí el Estado dice que no paga la reparación del argayo en cuestión y los dueños de la autopista que van a abrirla con un baipás, que suena muy técnico pero consiste en barrer las piedras del carril menos dañado y hacer una carretera normal a precio de doble carril. Total, les renovarán la concesión por otro medio siglo y, de una forma u otra, lo acabaremos pagando los mismos. Aunque no haya fallecidos, ¿no se podrán reclamar aquí indemnizaciones al Estado por la maldad y la incompetencia de nuestros políticos por ejemplo eliminando el peaje?