Vamos a analizarlo. Digamos que tienes tu red social. Tus amigos. Tu peñita. Compartes tus cosas. Tus viajes. Tu paseo en piragua por los pilares del puente del embalse de Riaño. Todo estupendo. Lo subes a tu Instagram. Tal vez, si tengas, unos cuantos años más, lo hagas en tu Facebook. Puede que, si tienes los suficientes problemas familiares y sociales, en tu X (antiguo Twitter) y tirar millas.
Pero luego existe otro nivel: los estados del Whatsapp. Hay que tener en cuenta, lo primero de todo, que uno no puede controlar quién lo ve o lo deja de ver. En Facebook estaba el baremo de los «amigos», que finalmente acababa desbordando los límites del amor fraternal. En Instagram existen también limitaciones en cuanto el usuario puede declarar los contenidos de su cuenta privados o no. Pero lo de Whatsapp (también propiedad de Meta y, por tanto, de Mark Zuckerberg) es otro cantar.
En primer lugar, tengamos en cuenta que cualquier persona (y aquí vale la pena insistir: cualquier) que tenga tu teléfono móvil tiene acceso a los contenidos (fotos, principalmente, aunque también memes y vídeos) que subes. A partir de ahí, todo lo que se suba a este apartado queda fuera del control de su autor.
Entonces podremos surfear por muchísimos contenidos de lo más diverso. Tendremos a aquella persona con la que nos unió una transacción temporal (por ejemplo: «Venancia Fincas Carrizo») mostrando al mundo su parto natural en una piscina, placenta mediante y todo, con profusión de fluidos en una suerte de viaje al, nunca mejor dicho, origen de la vida.
Habrá también antiguos novios o novias, gente que florece o que se marchita, indeseables y amores imposibles. Seres humanos lanzando su vida al aire, como quien da de comer a las gallinas, esperando que alguien pique y así, de algún modo, sentirse menos solos o solas o lo que toque.
Pero la cuestión es importante, porque no siempre sabemos qué (o a quién) comunicar. Qué personas son nuestros amigos o quiénes nuestros conocidos. Cómo mostramos nuestra imagen al mundo. Se podría, incluso, reflexionar, que no es inteligente lanzar al mundo tal salmo de la Biblia o determinada canción, igual que resulta impúdico hablar con un desconocido del sueño que tuviste anoche. No es una cuestión de desconocimiento del funcionamiento de las redes sociales o de los mecanismos digitales que rigen la sociedad: es algo mucho más profundo que los arqueólogos alienígenas describirán de una manera mucho mejor que en estas humildes líneas.