Pocos, muy pocos elementos restan ya para describir, por exclusión, lo que es un Estado, lo que era. Nos enseñaron que, básicamente, su entidad residía en las fronteras, las relaciones exteriores, el ejercicio de la fuerza y la acuñación de moneda. Todo lo demás o era posible descentralizarlo, según modelos federales o autonómicos, o era susceptible de ser elevado a instancias internacionales compartidas. Hay ejemplos de todo ello. Pero hoy los estados ya no acuñan moneda: lo hacen, como sucede en Europa, un ente superior, pongamos que el Banco Central Europeo, o bien los especuladores de las criptomonedas, que hurtan ese rol exclusivo a los viejos estados. Por otro lado, las relaciones exteriores son así mismo y por lo general fruto del acuerdo con terceros y resultado de políticas más o menos comunes. De modo que lo que queda son las fronteras y la fuerza. A lo primero aluden todo tipo de nacionalismos viscerales y a lo segundo, toda suerte de militarismos hoy desatados. Así estamos y de ahí esas dos insistencias por parte de los antiguos poderes.
Todo apuntaba a que caminábamos hacia otro mundo diferente al que fue en la edad contemporánea y en sus precedentes, un mundo donde precisamente la caduca noción de estado local no tendría sentido y no lo tendrían por tanto sus cualidades definitorias. Pero no, hete aquí que lo más enmohecido de todo ello tiende a fortalecerse y nace la paradoja de un futuro escrito con una caligrafía herrumbrosa. No es la única explicación, pero explica bien la fiebre belicista, los muros de todo tipo y el descrédito de organismos internacionales como la ONU o la Corte Penal Internacional. Incluso se entiende la debilidad de la Unión Europea frente a países donde triunfa la política macarra. Son procesos propios de estos tiempos inestables que tarde o temprano acabarán pasando también a mejor vida, a pesar del dolor de cabeza que nos ocasionarán durante una temporada. Confiemos en que sea corta. Más corta si hay botón nuclear por medio.