Es Antonio el portugués. Iván, el hombre del gorro ruso. Alekssandra, la mujer rumana que pide a voces monedas para comida o José Ángel, el muchacho que clama sin decir nada, para hincarse veneno en las venas una vez más.
Agazapados en las esquinas, esperanzados a las puertas de las Iglesias, abandonados en los cajeros automáticos, desolados flanqueando el acceso al supermercado de la avenida, avergonzados recibiéndonos antes de entrar al comercio de turno. Interpelándonos con la mirada triste del que ha perdido el aprecio a si mismo y al prójimo que pasa a su lado, sin dirigirle tan solo una mirada. Sólo de vez en cuando se le posan los ojos de un niño al que aún no hemos ganado para la causa de la impasibilidad. Un día se van porque se los lleva el rigor invernal, la desgana del tiempo o la providencia divina. Su puesto permanece vacío hasta que llega otro u otra pobre de cualquier otro lugar que llena el hueco con su vacío. Y sigue la estampa del transeúnte que camina pasando y acompasando el paso a la desazón, la indiferencia y el olvido.
Los pobres no tienen Religión. Son pobres y ya está. Detentan en sí toda la pena y miseria del mundo más allá de credos y fronteras.
Vete a saber a dónde irá mi pecunio si decido ayudarles. Nos decimos.
Estamos llenos de prejuicios. Lavamos nuestra acallada conciencia «echando balones fuera» mirando con lupa las iniciativas que nos ofrecen.
Nos contaminamos de la inactividad de esta sociedad que parece no conmoverse por nada ni por nadie. Bueno miento, sólo nos conmovemos cuando tenemos los muertos a la puerta de casa. Aunque la conmoción sea flor de un minuto, día o de una semana. Son muertos respetables de nuestra conocida civilización occidental.
Pero los pobres forman parte de la estampa diaria. Se mimetizan con el mobiliario urbano. Le dan un toque humanista a la puerta del supermercado. Son un clásico matutino cuando llevamos a los pequeños al colegio. Muchas veces les esquivamos con la mirada cuando sus gestos de pena nos interpelan e incomodan.
En el corazón de nuestra ciudad, frente a la Pulchra Leonina un grupo de personas de buena voluntad tuvieron a bien comenzar a ocuparse de ellos. Fue en el ilustre caserón de Puerta Obispo, perteneciente a la familia Cavero. En el año 1906. Desde entonces ininterrumpidamente, hasta hoy, la Asociación Leonesa de Caridad se empeña, en socorrer y amparar a los más necesitados. Esos que parecen no importar a nadie.

Estampas de pobres
11/03/2019
Actualizado a
19/09/2019
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