Perdido, mientras buscaba a mi familia, escuché el otro día una conversación entre tres rapazas de unos 25 años. Una decía que se iba a pinchar en los labios, pero que iba a esperar a después del verano, porque con el sol y el calor, por lo visto, los tejidos reabsorben la movida. Hay que pincharse en invierno, coincidieron las tres.
Estaba pensando en ello, algún tiempo más tarde y yendo en el coche, cuando me topé con un grupo de ciclistas que doblaban en edad a las susodichas. Por supuesto, pedaleaban sin respetar la fila india en carretera. Al verlos ocupar la calzada, muy animados en sus conversaciones, con sus maillots nuevecitos y sus bicicletas de varios miles de euros, me asaltó el pensamiento recurrente: «Divorciados». Luego, otro que iba rezagado y que pretendía contravenir igualmente alguna ley de regulación del tráfico en una rotonda, resopló al obrar yo conforme a la norma: «No se para ni uno». Y yo, para mis adentros: «Recién divorciado». Me gustó imaginarme que, tal vez, unos y otras fuesen progenitores y prole, respectivamente.
Entonces, al reflexionar hasta qué punto los roles sociales vienen acompañados de estéticas determinadas, me acordé de Serguéi. Lo conocí en el segundo año de universidad y gastaba unas modas que había que verlo: uno de esos jerséis finitos y apretados que parecen una camiseta de manga larga, combinado con unos ‘shorts’ extraordinariamente cortos, apenas un tercio de la longitud del muslo, y a juego con el color de la prenda superior: burdeos. Completaba su look con un bigotillo que, para la época de la que estamos hablando (último tercio de los 90) todavía no cabía dentro de lo que luego se denominaría «irónico». Era un mostacho netamente postsoviético porque Serguéi era, en efecto, ruso.
Cualquier que lo viera de semejante guisa –y, más aún, con las piernas abiertas y los brazos en jarra, como le gustaba estar–, pensaría que Serguéi era homosexual. Nada más lejos de la realidad: entraba durísimo y con insistencia a las personas del sexo opuesto, apoyándose sin ningún sonrojo en el desconcierto que provocaba la brecha idiomática y cultural. No ayudaba mucho su risa, parecida a las bocanadas que se dan cuando uno se atraganta con un pedazo de filete mal masticado. Ni tampoco los comentarios que soltaba en medio de las conversaciones sin venir a cuento: «Los chechenos son ‘mamíferros’ [con doble erre], no humanos».
¿Qué habrá sido de Serguéi? ¿En qué estrella estará? Y lo que es más importante: ¿Era realmente un espíritu libre en lo estético o acaso (y a su manera) también un esclavo del mensaje que transmiten al exterior las apariencias, como los maduros ciclistas o las jóvenes intervencionistas hialurónicas?