04/08/2024
 Actualizado a 04/08/2024
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Me gustan los niños de Delibes. Hace tiempo vino Senderines a una columna, el niño que imagina a su padre apaleando el agua para sacarle el brillo y hacer la luz, que siempre me viene a la cabeza cuando se habla de energía. Pero hablando de cambios climáticos, es el Nini quien acude, tan callado y observador, tan amante de la naturaleza que la oye, la interpreta y se la cuenta a los demás. Tras la estampa repetida, una y otra vez, de un pueblo haciendo procesiones y rogativas pidiendo lluvias, se siente la alegría de el Nini al ver que el humo que sale de la cueva en la que vive, no se eleva al cielo, sino que se desliza por el valle como una culebra. Y a él, que sabe interpretarlo todo, ese humo le dice que mañana lloverá. Siempre me emocionó la imagen en la que corre con los brazos planeando, gritando la buena noticia como si el aguacero fuera él y nadie duda de la palabra del niño, todos saben que mañana lloverá porque al Nini, el hijo del incesto, se lo contó el humo.

De la misma forma que los vecinos de la obra de Delibes, hacían rogativas y procesiones pidiendo agua para sus resecas tierras, cuentan los libros que ya en la antigüedad, los judíos celebraban la fiesta de los tabernáculos al final del verano. Ceremonias en las que pedían lluvias para el invierno y construían cabañas al aire libre, para pasar esos días de celebración del sukot, palabra derivada de suká, que significa choza o cabañuela. Se supone que la palabra cabañuela proviene de aquella fiesta judía en la que se observaba el cielo suplicando nubes a los dioses.

Es jueves, uno de agosto. Cuántos pastores y hombres del campo tal día como hoy, cogerían papel y lapicero y sentados en un lugar alto y pasarían horas y días allí, observando la tierra. Cuántas cosas veían en la nada y oían en el silencio, que después escribían minuciosamente: la temperatura del día, la ausencia o presencia de lluvia, el peso del aire y el color de la nube. Cada detalle importaba porque ese cuaderno era la guía a seguir durante un año, un almanaque de vientos y lluvias, de sequías, calores y rocíos, imprescindible para planificar sus faenas, siembras, cosechas y matanzas. Las cabañuelas era un método ancestral no científico en el que creían ciegamente. Así lo hacían ellos, la gente del campo, recibiendo señales, no de satélites, sino del croar de las ranas, del canto del mirlo y del aire repentino entre los negrillos del río. Todo eran indicios, señales y avisos y si el grillo y la cadera de la abuela decían que llovía, llovía. Bueno, el reúma no se citaba en el cuaderno, pero era el primer altavoz anunciando un cambio de tiempo que nadie cuestionaba.

Se hace raro que puedan convivir la IA, los sistemas sofisticados de satélites y las cabañuelas, porque aún hay quien prefiere oír lo que dicen la tierra, los animales y las plantas, que lo que dice la IA o los medios creados por humanos que, con cierta miopía, alargan los telediarios hasta el infinito y más allá para advertirnos sobre tormentas inminentes, pero la Pascua del próximo año les queda muy lejos. En cambio, los cabañuelistas ya saben en la primera semana de agosto si habrá paraguas en las procesiones del 2025. Y para el corto plazo, no hay mejores sensores, ni antenas más fiables que los animales. Sabido es que cuando las ranas suben los decibelios, mejor buscar refugio y si el grajo vuela bajo, lo que hay que buscar es abrigo. Que las abejas y las abuelas, ni asoman con niebla, lluvia o temperatura extrema, pero si se ponen hiperactivas recolectando alimento sin ser víspera de la fiesta del pueblo, es que barruntan algún fenómeno acercándose. En el campo, todas las señales anuncian lo mismo, de distinta forma. Mientras las hormigas regresan al hormiguero en masa, las aves bajan el vuelo y las vacas se van tumbando en el campo. Todos saben que se acerca la nube y los cambios en la presión atmosférica que la precede les resultan molestos. Pero si además, las vacas se van a un lado del campo y se tumban agrupadas, la lluvia será tormenta y pretenden conservar el calor corporal y el pasto seco debajo de ellas. Y por supuesto, el ciclo lunar forma parte de todo el proceso y la luna será la protagonista de uno de los métodos de cálculo usados por los cabañuelistas. 

Se use el método que se use, siempre hay que tener en cuenta que las cabañuelas no son una ciencia, son una creencia, una fe en la tierra, un ejercicio de romanticismo que cada vez tiene datos más tristes y confusos porque se están extinguiendo especies. En los últimos años hemos perdido decenas de miles de gorriones en las ciudades y despistan las bandadas de estorninos sobrevolando Madrid en estas fechas tan impropias, anunciando inviernos rigurosos en sus países de origen. 

O quizá el frío del que hablan los estorninos se refiera al frío humano y a la necesidad que tenemos de gorriones cerca, que nos canten cosas para anotar en nuestras cabañuelas internas y matar soledades juntos. Y, si renacen, tejer un árbol con cerezas para ellos, que no vuelvan a morir de hambre sobre asfalto.

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