Tener un techo bajo el que dormir, una mesa, una cama, unas paredes que nos cobijen y aporten el necesario amparo, una dirección a la que nos envíen cartas, un espacio al que volver, ese derecho reconocido en tantos textos constitucionales y base de los derechos humanos universales comienza a convertirse en una meta inalcanzable para muchos ciudadanos del mundo.
El tema de la vivienda es cada vez un conflicto más complejo de resolver. El turismo que en países como España, Italia y Portugal se concibe como una de las principales fuentes de ingresos, está logrando que muchos habitantes de ciudades grandes y pequeñas tengan que abandonar el centro o barrios aledaños para irse al extrarradio, ya que muchos pisos que anteriormente se movían en el campo del alquiler estable, ahora se han convertido en alquileres estacionales o turísticos. No digamos ya en la costa. Málaga está imparable.
Si bien deben existir este tipo de viviendas porque hay trabajadores de temporada, como funcionarios que cada año trasladan su residencia o estudiantes de paso, muchas familias y ciudadanos solos de diferentes edades, jóvenes, jubilados, que nunca han podido adquirir una casa en propiedad, cada vez tienen más complicado poder pagar la renta. Por eso nos van introduciendo como quien no quiere la cosa y como un hito de modernidad, nuevos conceptos como el ‘co-living’ o el ‘co-working’, que no es más que una invitación a modo de eufemismo a compartir vida y trabajo con otras personas como si fuese parte de un plan más respetuoso con el medio, un modelo de vida ideal, cuando no lo es en absoluto, porque reconozcamos que la independencia es libertad y todos la queremos, así que menos anglicismos y más soluciones. Más alquiler social, más control sobre el turístico y de temporada. Es un auténtico drama para muchas personas dejar su casa. No más suicidios por desahucio, eso sí nos convertiría en una sociedad más sostenible.