Hubo quien descubrió el existencialismo con la primera de ‘Toy story’. Otros lo hicimos con un espejo.
Seis o siete años. La casa de Conde de Toreno. El tiempo que pasa despacio, los juguetes que terminan gastándose y la televisión con sólo dos cadenas. Supongo que todo empezó jugando a hacer pompas de jabón en el lavabo. Recuerdo el momento en que, al fin, llegué a verme en el espejo del baño sin subirme a una silla. Primero llegó la etapa de reconocimiento facial: qué lóbulos de las orejas tan pequeños, mira todos estos lunares por aquí, abrir la boca a todo lo que da para lograr verse la campanilla.
Así hasta que un día, de tanto mirarme la cara, llegué a un punto en que dejé de verla. Entonces fue como si pudiese contemplarme más allá de mí. Un pequeño mareo y una conclusión: yo existo.
Faltaba mucho para llegar a Descartes y su «ergo sum». Todavía más para Nietzsche y Camus. Pero allí, en aquel pequeño cuarto de baño, aquel rapaz logró experimentar esa cosa que llamamos trascendencia, mucho antes de saber lo que era.
Eran, como digo, tiempos de diletancia infantil, con lo cual tampoco había demasiada chatarra en la cabeza y, lo que es más importante, había tiempo de sobra para desperdiciar. Aunque hablar de desperdicio no es del todo correcto. Tal vez así lo pareciera a los ojos de mi madre, que me veía mirándome al espejo, sin cerrar la puerta del baño, ensimismado.
Cada vez las sesiones de autoexploración duraban más. Empezaba mirándome a los ojos, hasta que llegaba al mismo punto de siempre: ese vértigo que anunciaba que iba a cruzar la puerta de la conciencia. Cuanto más tiempo invertía, más preguntas: ¿es el universo realmente como creemos? ¿Y si fuésemos el sueño de un extraterrestre? ¿Y si ese universo está encerrado en un átomo que forma parte de otro universo metido en otro átomo? Yo me creía muy listo por pensar cosas así, hasta que, con el devenir de los años, descubrí que se les había ocurrido a otros muchos, mucho antes que yo.
Llegó un momento en que me dio miedo explorar dentro de mí. Me parecía demasiado para un crío, me daba pereza, ya no tenía tiempo. El caso es que lo intenté alguna vez más, antes de llegar a la adolescencia, que fue cuando desapareció el vértigo y el existencialismo primigenio para entrar en otro, más artificial y ‘posturero’. Entonces la existencia se volvió demasiado autoconsciente, más aburrida, sin mareos y sin buceos en el yo, todo más de puertas afuera. Entonces, en cierta forma, dejé de existir.