27/10/2024
 Actualizado a 27/10/2024
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En los estudios de Geografía humana e Historia existía un término, neocolonialismo, que intentaba y permitía comprender muchos de los problemas mundiales. Con él se analizaba un nuevo tipo de colonización que consiste, básicamente, en la prolongación del aprovechamiento de las antiguas colonias bajo la ficción de su emancipación política. El invento disfruta de tremenda eficacia: aquellos países se gobiernan a sí mismos, como habían ambicionado, pero Occidente mantiene su preponderancia e incluso la aumenta, a base de seguir aprovechándose de sus recursos y de los ingresos que generan, mediante empresas, capitales o gobiernos títere llegada la ocasión. De igual manera, ese nuevo modelo de explotación incluye derivar a esos países todo aquel engorro o problema que no querríamos aquí, esto es, fábricas contaminantes, trabajo en régimen de esclavitud, fraude y penurias, etc. Aunque las mercancías resultantes sean destinadas a nuestro consumo, las graves secuelas y abusos que produce fabricarlas son exclusivamente suyos, como su gobierno. El negocio era (y es) perfecto.

Pues bien, ha llegado el turno de quienes escapan de esa situación, personas molestas, personas ‘ilegales’ que huyen de la miseria que sustenta nuestra abundancia. La ‘inmigración irregular’, o sea, la que no se atiene, también, a nuestras reglas. Y la última ocurrencia de la ultraderecha europea consiste, cómo no, en endosar ese problema a otros. Más aún, la derecha europea (PP incluido), contagiada de las facilidades que ofrece el simplismo ultra, parece dispuesta a aceptar esa sutilísima idea como remedio para un dilema cuya complejidad desborda fronteras y, por lo que se ve, capacidades. Ya estaría: en cuanto lleguen, enviamos a esas personas exhaustas y angustiadas a oscuros rincones ajenos donde se les concentra como a ganado y se les trata a saber cómo, que no vamos a mirar porque ya no están en el espacio Schengen, ese país de maravillas, sino en el más allá, tan mugriento y desagradable.

Se nos llena la boca con la necesidad de descolonizar y reforzamos las viejas conductas neocoloniales: lo que no queremos aquí que vaya fuera. Y con ello, violentamos nuestras propias normas (derechos humanos, por ejemplo), que nosotros sí podemos romperlas. Usamos a otros como los bárbaros en que los hemos convertido para que hagan nuestro trabajo sucio. Externalizar, lo llaman, un nombre empresarial que ahora sirve a otra empresa: la del ‘capital humano’. Un nuevo nombre, otro más, para referirse a lo de siempre.

No cabe la ignorancia: si esas personas huyen de algún sitio es bien seguro que lo hagan porque su país es un desastre y no les permite vivir en paz o ganarse el sustento. Si eso sucede, es seguro que una buena parte de la responsabilidad sea de los países que ahora se niegan a acogerlas y las envían a otro purgatorio. Barriéndolas bajo alfombra ajena para no tener que mirarlas a la cara. Externalizándolas.

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