Hace años conocí a uno de la Sierra de Gata, en Cáceres, que era muy político. Quería presentarse para alcalde de su pueblo y, andando el tiempo y si todo salía bien, dar el salto a la política autonómica e, incluso, a la nacional. Uno de los tostones que más nos daba, era sobre la lengua que se hablaba en su comarca: «la fabla», que, según él, era la última reminiscencia del idioma asturleonés. La verdad es que no le hacíamos mucho caso, mayormente porque en aquella época nuestro mayor afán era liarnos con alguna hija de Eva, mientras más buena estuviese, mejor. Con los años, le perdí le pista, pero cuándo conocí su comarca (bellísima, por cierto), pregunté por el asunto de su «fabla», y llegué a la conclusión que, además del acento que ellos tienen, muy peculiar, algunos de los «palabros» que utilizaban, también se usaban en mi pueblo.
Poco más, la verdad, aunque me hizo mucha ilusión. Del fenómeno, Abel, no me dieron muchas referencias: que vivía en Madrid (¡cómo no!), que tenía un puesto cojonudo en un ministerio, que se había casado y que tenía dos hijos...; lo normal, vamos. Y no, no se había presentado para ser alcalde, ni diputado autonómico, ni mucho menos nacional. Me acordé de él estos días al leer un artículo en un periódico nacional sobre la multiplicidad de lenguas que quieren ser oficiales en las Cortes españolas y en el Parlamento europeo. En dicho artículo se hablaba de «la fabla» y quedé anonadado: «¡coño, –pensé–, ¿qué sabrá la autora, una reputada catedrática de derecho de una Universidad de Barcelona, de un dialecto qué se habla en la España profunda?». Pues resulta que los aragoneses también llaman «fabla» a su idioma o dialecto..., y como Aragón queda al lado de Cataluña, lo entendí... Nos estamos volviendo locos con todas estas mariconadas...; a la Constitución, la ley suprema del estado, ningún gobernante de los que hemos tenido desde su promulgación, la hace ni puto caso. ¿Ejemplos? Mil ¿Dónde el derecho a una vivienda digna?, ¿dónde aquello de que todos somos iguales ante la ley?; ¿se cumple eso de que el español es la lengua común de todos y que todos tenemos que saberla y el derecho a usarla? No, no y no. España, para bien o para mal, se ha convertido en una sucesión de Reinos de Taifas y casi todos sabemos cómo acabó aquella juerga.
Qué los catalanes, los gallegos y los vascos reivindiquen sus lenguas me parece lógico y normal; los que menos deberían hacerlo serían los vascos, porque su «idioma» fue reinventado en el siglo XIX por un puto supremacista. (Conviene no olvidar que, en Álava, por ejemplo, el euskera dejó de hablarse en el siglo XV y qué dónde más se hablaba era en los valles de montaña de Navarra) ...; pero que los asturianos, los valencianos, los mallorquines, los murcianos o los cazurros nos volvamos locos reclamando que nuestros dialectos sean idiomas oficiales es lo último de clero. En el periódico de la competencia, el domingo, en su última página, hay un desahogado que la escribe en lleunés...; hace falta tener poca vergüenza. Como el Ayuntamiento de la capital, que está reescribiendo el nombre de las calles en cazurro y que, al final, se trata de cambiar la última «o» de la palabra por una «u»; Arquitectu Lazaru, Obispu Cadriellu, o Arquitectu Torbadu... No podemos ser más de gachi, lo que es una pena. A toda esta fauna de descerebrados, les recomendaría que leyesen ‘El habla de Villacidayo’ o el próximo libro de Alicia y de Pablo para que se den cuenta de que nuestros antepasados hablaban español con las licencias casi antropológicas de su lugar de nacimiento. Todo lo demás es, sin duda, un brindis al sol, una pura invención, una manera de querer ser diferente cuándo no lo somos. Salud y anarquía.