La digitalización se ha apoderado de nuestras vidas. Hemos llegado a un punto en el que el móvil se ha convertido en un apéndice de nuestro cuerpo. No vamos a ningún sitio sin él. No me resulta grato inscribirme en esta lista, pero sé que formo parte de ella. ¿Se han parado a pensar cuánto dependemos de los aparatos y cómo ellos forman parte de nuestra existencia? Nos conocen mejor que nadie. Nos saben de memoria, nos adivinan.
Salimos a tomar un café, lo llevamos. En el metro, lo ojeamos. En el tren sacamos la Tablet. En casa o en la oficina el ordenador, incluso nos lo llevamos al baño. Y mientras dormimos solemos dejarlo en la mesita, encima del libro de cabecera en caso de que seamos lectores. El móvil es algo así como un buen desodorante, nunca nos abandona, o como un perro infiel, porque a veces se queda sin batería y entonces el mundo entero se desmorona.
Vivimos en una sociedad que nos obliga a ello. Ahora cualquier trámite burocrático se resuelve a través de plataformas y sedes electrónicas. ¿Ha supuesto esto un avance? ¿Ha mejorado nuestras vidas? Muchos dirán que ha sido la gran revolución que ha terminado con las colas, pero no nos pongamos tan estupendos, el sistema muchas veces se colapsa o no funciona, se cae. Y luego está el factor humano, porque los humanos tenemos matices, somos empáticos, escuchamos y comprendemos. Las máquinas no están hechas a nuestra imagen ni semejanza. La máquina pide y procesa, no admite «peros». Si tienes «peros» entonces prepárate para la odisea de pedir cita previa. Si hubiese alguien con corazón al otro lado de la pantalla tal vez, solo tal vez, el problema podría resolverse, pero incluso contando con la buena voluntad del funcionario de turno el sistema se obceca, es necio. Deberíamos plantearnos retroceder un poquito, no dejárselo todo al disco duro, ser más blanditos. Igual si volvemos a escucharnos, a pesar de las colas, lo resolvemos.