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Una fecha para la infamia

03/03/2025
 Actualizado a 03/03/2025
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La escena de la Casa Blanca, durante la visita de Zelenski a Trump, quedará marcada en la historia como una fecha para la infamia (parafraseando, si quieren, el famoso discurso de Franklin D. Roosevelt). Hemos tenido la ocasión de asistir en directo (fue una auténtica función televisiva de muy mal gusto) a la destrucción de los lazos transatlánticos. A la voladura de la diplomacia internacional. Hemos tenido la ocasión de confirmar lo que por supuesto nos temíamos. Lo que ya sabíamos. Pero nunca pensamos, quizás, que podría verse de tal forma. El mundo ha contemplado con horror el tamaño del desprecio, la violencia verbal, la falta absoluta de empatía de estos nuevos dirigentes de los Estados Unidos.  

Infamia es maldad y vileza. Infamia es descrédito y deshonra. Todo eso se ha acumulado en esta nefasta jornada para el género humano, y también para el ejercicio de la política. Quizás no conozcamos bien la letra pequeña de lo que ha ocurrido. Quizás no sepamos del todo las motivaciones que pueden haber llevado a Trump a virar drásticamente la política de un país (me refiero a cosas domésticas o personales, si las hubiere, no a su agenda supuestamente patriótica). Pero, más allá de afinidades y de desprecios, el presidente norteamericano se comporta como un iluminado (aunque las luces no parezcan excesivas, es cierto), que quiere demostrar al mundo que todos están equivocados, que la razón es suya y que no tolerará el desacato.

Desde su toma de posesión (obviemos su primer mandato), el nuevo rey de los USA ha querido ejercer un poder omnímodo, irrespetuoso, no ya con los de fuera, sino con todo el mundo que se atreva a contradecirle. Poder absolutista, si no de origen divino, al menos divino de la muerte, inspirado en la pasión de los technobros, a los que se ha abrazado con gran pasión. Aires autoritarios intolerables, formas ineducadas (ni con tanto dinero se obtiene, a lo que se ve, una buena educación), narcisismo y supremacismo a espuertas. Con ínfulas de rey airado, cuya dinastía (¡Elon!, ¡Vance!: ¿qué puede salir mal?) está dispuesto a dejar al mando, cargándose de paso, si le dejan, la democracia de su propio pueblo. Y abandonando a los débiles.  

¿Acaso no ha jugado con esa imagen, con su cercanía a los ideales napoleónicos? ¿No es torturante el despliegue de tanta indigencia intelectual? Un pragmatismo carente de empatía, de cualquier atisbo de diplomacia, que entiende el mundo como un entramado de negocios. No digo que no albergue el deseo de paz en Ucrania, pero ¿a qué precio quiere obtenerla? Porque sólo parece cuestión de precio, ¿no? Los indicios de las últimas semanas revelan una actitud que bordea el chantaje y el deseo de cobrarse una buena factura. 

Pero volvamos al día de la infamia. A estas alturas nadie (salvo otros iluminados de escasas luces) puede negar que Zelenski fue objeto de una emboscada en toda regla. Una emboscada ante las cámaras y ante algunos presuntos periodistas que preguntaron cosas tan peregrinas como dónde se había dejado el traje, que para ir a la Casa Blanca hay que ir bien vestido. ¿Puede alguien pensar en una estupidez mayor? Somos conscientes del grado de puerilidad que azota a toda esta caterva de animadores de la corte trumpiana, desde luego, pero lo del atuendo va más allá de lo esperable. Ya Trump había dicho alguna tontería de este jaez al dirigente ucraniano nada más bajarse del coche. La estrategia de descrédito y de humillación, sin duda perversamente concebida, ya estaba en marcha desde el minuto uno.  

No hay duda alguna de que estamos ante la ejecución de un plan que, más allá de los debates sobre el wokismo (que ya sirve como disculpa para todo), se basa en la estrategia del puro matonismo político, sin concesiones, y en la creación de bloques de influencia internacional. Fuera alianzas (salvo algunas bilaterales), fuera cualquier defensa de la solidaridad global, fuera cualquier respeto por Europa. Voladura de puentes, desaparición del estado protector, por más que eso afecte y mucho a los propios Estados Unidos. Pero, aunque haya obtenido muchos votos, ese país no es Trump. 

Es comprensible que Europa intente restañar las heridas que está provocando la política del estadounidense y su clan. El espíritu atlantista está enraizado en el espíritu europeo, del que tanto se habla. Starmer, en las últimas horas (visita a los USA y cumbre apresurada en Londres, ayer) ha querido ejercer de bisagra, por su tradicional cercanía a la América anglosajona, incluso le ha entregado a Trump una carta de Carlos III, no se sabe si en un acto de amabilidad, de candidez, o como demostración de las maneras de la vieja Europa. No sé si Trump lo vio como un reflejo colonial o como todo un elogio, o sea, una misiva de rey a rey, ya tú sabes. 

Starmer (que debería luchar ya por volver a Europa, como quiere, con las encuestas en la mano, la mayoría de sus compatriotas), Macron, excesivo y manierista en el gesto amable con el líder de los USA, y el nuevo líder alemán, Merz, que al fin ha obviado el pacto con la ultraderecha para alivio de muchos, y no sólo alemanes, y que no dudó en hablar de «la independencia de Europa frente a Estados Unidos»: estas son las figuras en alza. Meloni vive en una dualidad difícil de llevar, aunque, salvo cositas, no ha soltado amarras con Europa (sería inconcebible para Italia), y ahí está Sánchez, a qué negarlo, en todas las fotos de los liderazgos europeos. Se mueve bien en contexto internacional: el que menos disgustos le da. 

A estas alturas de la película (esta película de terror), parece razonable pensar que Europa tendrá que reflexionar sobre el nuevo orden trumpiano. Y actuar en consecuencia. No debería minusvalorarse a sí misma, ni ejercer una adulación permanente hacia el norteamericano, al que Europa, no creo que nadie lo dude, le importa un comino. O, más bien, al que le molesta su existencia sobremanera. Europa tiene todo lo que Trump detesta, punto por punto, salvo, quizás, los campos de golf. Si en algo acierta Trump es en el diagnóstico del declive de su país, aunque a continuación hay que añadir que no exactamente como él lo describe, ni por las mismas razones. Su actitud chulesca, narcisista y pueril sólo puede contribuir a empeorar precisamente su propia nación, como se verá, y a dinamitar la democracia. 

Estamos ante un momento crucial para Europa. Pero Europa es un gran lugar, una grandísima realidad política, el mejor lugar para la libertad y el progreso en el mundo en este momento, y no debemos tolerar que, incluso desde dentro, algunos irresponsables oportunistas se dediquen a minarla. Hay que cambiar el chip de una vez por todas, y quizás Trump, con su desprecio y su matonismo de la peor especie, nos ayude a ello. Ojalá.

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