Todos queremos tener nuestra lengua propia. Como escribió Julián Marías en España inteligible, lo malo que tiene el progresismo, es que no sabe el momento de parar, cuándo poner coto a los avances, y al final ese desarrollo se termina convirtiendo en retroceso. La inteligencia histórica y lingüística de las naciones homogeneizó las lenguas patrióticas para cohesionar los territorios con la aparición del concepto estado-nación. Llevados por un ansia identitaria, nos empeñamos en levantar una torre de Babel que colme el cielo de nuestros anhelos regionalistas; terminaremos sin entendernos entre nosotros. Las pulsiones sintácticas despiertan en los sentimientos periféricos la necesidad fisiológica de usar nuestras propias palabras para diferenciarnos del resto. Me estoy acordando de cuando se permitió hablar lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados y los valencianos se rasgaron las vestiduras diciendo que se había hecho referencia al catalán y se había marginado su dialecto; se parece a lo que escribe Timothy Garton Ash en Europa: una historia personal a propósito del calco entre los idiomas de las potencias balcánicas.
Nos aferramos a las tradiciones, a las costumbres, a todo aquello que nos mantenga con los pies en el suelo sin arrancar nuestras raíces. La falta de abono durante años por parte de las instituciones ha provocado un efecto rebote, marcando a fuego los símbolos de pertenencia. El arraigo regional es un oasis en un desierto posmoderno que reniega de exaltaciones intimistas tan inocentes como la de felicitar la Navidad. Se deben bendecir las fiestas a secas, arrancando todo posible vínculo tradicionalista. El tribalismo innato de toda civilización cierra filas en torno a unas costumbres e ideas concretas, en el momento que se quieren cortar las raíces de una comunidad esta trasplanta su legado en unas nuevas. Tenemos sed de sentirnos parte de algo, aunque intentó calar el mensaje cosmopolita que exaltaba una ciudadanía del mundo nadie se olvida de donde viene.
Pues eso, que Feliz Ñavidá.