Fernando Fernán Gómez, el Laurence Olivier del cine español, escribió a principios de los ochenta una obra de teatro, ‘Las bicicletas son para el verano’, que ganó un montón de premios y qué luego fue llevada al cine por el director Jaime Chávarri. Fue un éxito total de crítica y público, mayormente porque el guion era espectacular y los actores lo bordaron, sobre todo Agustín González, uno de los mejores actores de reparto del cine español. El caso es que sí: las bicicletas son para usar en verano, sobre todo en nuestra tierra, dónde el invierno se hace más largo que una semana sin pan y hay que tenerlos cuadrados para sacar la bici del garaje. Pero esto sucedía antes, cuándo conseguir una BH, una Orbea o una Torrot les costaba a nuestro padres un mes de ayuno y abstinencia: salían menos al bar, menguaban las raciones del cocido o dejaban de ir al cine (los que vivían en la ciudad), todo por conseguir que su vástago se rompiera la crisma pedaleando como un loco por la cuesta de la plaza sin casco y sin manos. Hoy, ¡gracias a Dios!, cualquier renacuajo, que las pasa putas para llegar a los pedales, incluido mi nieto, tiene una con marchas a la edad de… cinco años.
Estamos hablando del pleistoceno superior, una época en blanco y negro, en gris oscuro incluso, cuándo la recua de mocosos montados en las bicis éramos los dueños y señores de las calles del pueblo o de la ciudad, cuándo atropellábamos a los gatos despistados o a las abuelas que no se quitaban a tiempo de nuestro camino; así pasaban nuestros veranos…, ¡una bendición!, sin duda.
Hoy, que nos hemos vuelto civilizados, siguen habiendo niños en bici por las calles, pero son cuidadosos, mirando siempre a ver si viene un coche o un tractor, no sea que los pille… Por eso, ante la falta de esas bandadas de chavalería, nuestros pueblos han encontrado otra manera de hacer más llevadera la canícula, más distraída, y es organizar ‘ferias y mercados’ utilizando las excusas más variopintas que os podáis imaginar: que si los romanos, que si lo templarios, que si las ‘justas medievales’, como en el caso de Hospital de Órbigo, que es, bajo los estándares ‘woke’ actuales, una incongruencia, una provocación, se mire por dónde se mire, puesto que alaba a un chulo, a un ‘sobrao’ que estaba loco de atar y que era, desde un punto de vista de la corriente filosófica dominante, un marginado, un idiota… El caso es que en estas fiestas la gente se olvida lo peor del pasado, aunque todos vayan vestidos de lagarteranas, puesto que ensalzan, desde un punto de vista marxista, lo peor de aquellos tiempos: cuatro privilegiados abusando de un poder superior venido del cielo, y una masa acéfala que vivía para dar gusto y placer a los anteriormente mentados señorones. Lo malo es que, vista una, vistas todas. Da igual la movida romana de Astorga, la templaria de Ponferrada, la medieval de San Froilán en León o la que está celebrándose estos días en La Bañeza: no serás capaz de distinguir una de otra, exceptuando por los disfraces que llevan puestos los actores. Verás la misma comida, la misma bebida, los mismos puestos que venden las cosas más inverosímiles que vuestra imaginación pueda soñar; en definitiva, son idénticas en la puesta en escena y en todas pasarás un calor loco que te hará recordar con gusto los rigores del invierno leonés. Sé que generalizar es malo de suyo, por lo que tengo que hablaros de la que se celebra en mi pueblo el primer domingo de agosto, junto después de las fiestas de Santiago, y que se libra de toda la parafernalia que os he descrito: los vendedores son casi todos gente del pueblo o como mucho de la comarca o de León. Los visitantes, por supuesto, también son lugareños o marcianos que veranean en la zona y, como sólo tenemos el bar de Miriam, los sedientos sólo podemos abrevar en él, con la ventaja que supone el no poder distraerse buscando quimeras o platillos pretenciosos… La jala, que la hay, la pone el Ayuntamiento, cobrando un precio más simbólico que otra cosa y se circunscribe a paella a mediodía y a unas espectaculares sopas de truchas por la noche. ¡Una bendición!
Y, casi lo más importante, la gente no se disfraza con ropa que recuerde a tiempos pretéritos. Bueno, casi miento: al principio, la gente se vestía con ropa de los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, más algún figurante contratado que lo hacía de guardia civil, de faralaes o de cura…, todo muy inocente y llevadero. Este año, por ejemplo, conseguimos que sólo cambiaran la ropa habitual por una de fiesta un reducidísimo grupo de incondicionales a los que les gusta el carnaval más que comer con los dedos y no son significativos. Además, ¡gracias a Alá!, también este años nos libramos de Mayalde… Salud y anarquía.