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‘Fervudos’ y cotinos

21/01/2024
 Actualizado a 21/01/2024
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«Ay calabuey, quién da más, más vale, más darán». Esta especie de conjuro que se oyó esta semana por mi tierra, anunciaba que la subasta de San Antón arrancaba en Taranilla. Así se hizo siempre y la tradición continúa, como en otros muchos pueblos de la provincia. El ritual arrancaba días antes, apenas pasados los Reyes, cuando se llamaba a las puertas anunciando a los vecinos que el diecisiete llegaba San Antón, por si alguien no estuviera al tanto. En ese abrir y cerrar de puertas iban cayendo al saco morro, orejas, patas o cualquier producto de la última matanza y roscas de baño recién hechas, para endulzar tanta salazón. Así recolectaban la ofrenda que sería subastada en honor al Santo protector de todos los animales, aunque su imagen esté especialmente asociada al cerdo, su eterno compañero en láminas, estampas y retablos. 

Hubo un tiempo en la España rural donde los animales no eran mascotas ni simples seres de compañía, salvo el canario. Los animales domésticos eran la prolongación de los brazos humanos, eran su punto de apoyo y el motor para trabajar los campos, recoger cosechas y leña y realizar los trabajos más duros. De alguna forma, desde el pollo picoteando el corral hasta el toro más temido eran sustento y despensa familiar. Tal vez por eso no era fiesta de grandes bullicios y jaranas, más bien era día de agradecimiento y respeto al protector de animales, porque de las cuadras y cubiles, normalmente adosados a las casas, dependía la subsistencia de agricultores y ganaderos. Quizá sólo a Santa Bárbara se le dedicaran tantas rogativas pidiendo lluvia para el campo y protección para la mina como se le dedicaron a San Antón para que protegiese al ganado. Ahora ya no hay estampas suyas colgando con un cáñamo de la viga de las cuadras, cuarteadas de tanto sobarlas y rezarlas cuando no pintaba bien el parto de la vaca o un mal acechaba el corral de las ovejas. El día de San Antón, como el de Santa Bárbara, tenía un poso triste y frío cuando las madres lo mentaban y se preparaba de forma distinta a otras celebraciones porque era una fiesta con más carga de súplica y devoción que de risas y jolgorios. Hoy ya no hay tanto rezo y aquel fervor del pasado quedó en la oscuridad de las cuadras o se fue con los animales de labranza, pero la tradición no se ha perdido en nuestros pueblos ni en la capital leonesa. 

Con los ritos adaptadas a los nuevos tiempos, San Antonio Abad, el de enero, sigue motivando una semana de ambiente festivo, enlazando tradiciones llevadas en cada pueblo a su manera, con sus pequeñas variantes religiosas y paganas, pero todas siguiendo un hilo similar y rematadas con agua bendita salpicando animales de trabajo y mascotas. Desde el miércoles hasta hoy, muchas han sido las campanadas y las misas en toda la provincia, los hisopos en alto, las vueltas de animales alrededor de las iglesias y la bendición de éstos en plazas y soportales. Muchas han sido las hogueras de San Antón ardiendo, recolectas, subastas de gochines, roscos comidos y refranes echados al aire, dedicados al patrón. Como no hay San Antón sin frío, son fechas de hogueras, de tabardo por fuera y ‘fervudo’ por dentro, ese vino caliente con miel, manteca y orégano que espanta todos los males y caldea todos los fríos. Y para acompañar, unos Cotinos o panecillos sin sal que no todo el mundo conoce porque tratándose de tradiciones, todas traen una leyenda pegada al final que debe contarse para saber lo que se come. Dice la historia que cuando en la Edad Media, un mal afectó a los peregrinos, la Orden de San Antón comprobó que habían comido pan de centeno atacado por un hongo tóxico. La Orden suprimió el consumo del pan de centeno hasta acabar con el mal y se hicieron panecillos de trigo sin fermentos ni sal, marcados con una cruz. Así llegó hasta nosotros la tradición de los Cotinos o Bollos de San Antón con que acompañamos al ‘fervudo’ frente a la hoguera. 

Y como en los pueblos, la tradición regresó a la capital leonesa. Aquí sin recolecta puerta a puerta, ni subastero gritando «Ay calabuey, quién da más, más vale, más darán», porque en la capital son los comercios chacineros quienes aportan los productos para la rifa del gochín, ya elaborado, pero gochín de todas formas. Ayer por la tarde, el entorno de Botines fue de nuevo anfitrión y testigo de la fiesta, de cómo los refranes de Manu Ferrero eran leña y fuelle para la hoguera de San Antón, que ardía ante su puerta. Se oyeron las coplas de Jesús Sanjosé perdiéndose entre las llamas y una vez más el frío fue derrotado por el baile, el fuego y el fervudo con cotinos. Hoy rematan las fiestas la tradicional misa y la bendición de animales, sin faltar el ramo hecho con roscas de baño para su posterior subasta, allí donde aún no se haya hecho. Tradiciones que el frío enero siempre acaba empujando a interiores con mesa y cazuela, con chanfaina, callos y calderetas regados con vinos y mistelas, mientras un San Antón ya cansado regresa a sus ermitas y capillas hasta el próximo año.

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