Sería sencillo seguir creyendo las historias antiguas. Reconfortaría pensar que hay relatos cuya veracidad no cabe cuestionar porque emanan de un saber superior, textos que fueron revelados por quien no debe rendir cuentas sobre su significado, sobre su forma, sobre su interpretación. Debería dar un visible consuelo (y un íntimo terror) la oportunidad de creer ciegamente, con una confianza infinita, como creen los niños justo antes de dormir.
Y sin embargo. Sin embargo hace generaciones que dimos por mudas voces que nunca sonaron, incólumes aquellas zarzas, mudas las piedras que se pretendían animadas. Sobrellevamos el desvanecimiento de ese testimonio revelado y único sabiendo que los dioses no murieron sino que ni siquiera existieron, que solo eran fuego de la chispa que nos arde dentro, sus fábulas eran nuestras fábulas y aquellas ensoñaciones llevaban al límite la intransigencia de pretender una lectura eterna de las mismas palabras. A partir de ese momento, cuando las verdades en que creemos ya no están escritas y han de comprobarse a cada paso como quien lee y levanta la vista para mirar si el mundo sigue ahí, aquellas leyendas no han sido más que eso, un cuento como cualquier otro que algunos siguen leyendo a la hora de acostarse pero cuyas pesadillas no conocen responsables.
Quizás el final de aquellas frases irrebatibles y de su solemnidad ritual haya significado el estallido de un sinfín de relatos que, como los añicos de un espejo, reflejan todos lo mismo que contenía aquel, con distintos ángulos y múltiples variaciones. Historias que habitan páginas y pantallas, que hablan con imágenes animadas o signos inventados, que cuentan de mil y una maneras las mismas historias pero ahora con versiones, finales, principios, personajes y tramas diferentes. Describimos el mismo mundo porque no hay más y si inventamos otros acaban por convertirse en este, despiadadamente.
¿Qué hace de una de esas ficciones el custodio de aquella gracia, que nos encontremos no ante uno más, igual de perecedero, sino ante una partija de aquella preminencia perdida, del rumor de dioses consumidos? Tal vez solo eso, precisamente, contener el eco de verdades no impuestas más que por su franqueza y una forma de decir con el brillo de nuevos cabujones en los viejos engastes.
Mañana desmontan las casetas que guardaban libros. ¿Qué otras voces, retóricas y argucias sustituirán a estos cuando todo haya cambiado y todo sea igual? ¿Escribirán máquinas que sabrán de nosotros lo que les hayamos dado a conocer y buena parte de lo que no hubiésemos querido conocieran? ¿Será la suya una nueva voz intachable, feroz, monolítica? ¿Qué quedará de tanto en poco, muy poco tiempo?