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El final de la espera

31/03/2024
 Actualizado a 31/03/2024
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Ha llegado muy pronto, mucho antes de la hora de la consulta porque, aunque ya es un experto en estas citas, sigue sin fiarse. Y menos ahora que han instalado sistemas electrónicos para casi todos los trámites y él es reticente a usarlos, no por torpeza o capricho sino por el desasosiego de no ver un rostro humano que le confirme y pueda auxiliarle. Tras un breve paso por la máquina, que esta vez ha funcionado como debería hacerlo siempre, se sienta a esperar a la puerta del médico. La sala es holgada, de un color neutro, y huele un poco a desinfectante y a pena. Los rodapiés se han descascarillado y las puertas tienen en su parte inferior un refuerzo rallado por camillas o sillas de ruedas tal vez.

Aunque aún hay asientos libres empieza a lamentar el olvido, consciente solo a medias, de una mascarilla. Se oyen toses y carraspeos en medio del silencio y los murmullos, aunque no logra identificar quién los profiere porque aquí nadie se mira más de un segundo. Llegan nuevos pacientes. Algunos preguntan sobre un procedimiento que conocen pero que temen haya variado –¿a intención?– para dejarles fuera de la lista de atendidos hoy. Otros mascullan una respuesta o a su vez interrogan al acompañante en voz muy baja, incluso hay quien duda a última hora de haber completado bien los trámites. Una mujer asoma tambaleándose sobre sus piernas hinchadas, casi deformes, el rostro se le desencaja a cada paso. Cuando se sienta, sonríe a todos como una niña que hubiera logrado una proeza. Una pareja que atraviesa la sala para abalanzarse sobre las últimas sillas libres discute acaloradamente sobre Kate Middleton.

En unos instantes el silencio regresa y la mayoría inclina la cabeza sobre sus teléfonos móviles. El anciano de la silla más cercana sacude una pierna al ritmo de música imaginada y tamborilea con los dedos sobre el brazo de su asiento, reservado a personas con movilidad reducida. En frente hay una pareja de octogenarios que se dan la mano crispados como si esperasen una sentencia y a su lado un hombre en chándal estira piernas y brazos a la vez y bosteza dando a entender una despreocupación demasiado teatral para ser creíble. Por la ventana abierta a la calle se oye el chaparrón, una riña de claxon y varios juramentos a gritos. La señora de las piernas hinchadas mira hacia el techo como si añorase una vida dedicada a asuntos tan vulgares. Aunque tal vez se arrepienta de no haber recogido la colada. Quién puede saberlo.

El médico abre, al fin, la puerta de su consulta y el grupo entero estira un imaginario cuello común en su dirección. Cuando pronuncia su nombre, el grupo se encoge de nuevo sobre sí mismo y se esparce por cada rincón de la sala. El llamado se yergue, camina entre los enfermos sin mirarlos y ya no pertenece más a ese mundo.

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