Hace tres años, elegir un cuento para dar la bienvenida a un recién nacido acabó siendo una misión más difícil de lo esperado. Quizá fue culpa mía por buscar entre mi escaso repertorio, de cuando los cuentos tenían moraleja en vez de ‘connotaciones’ y no éramos tan estupendos todos. No me atreví a mencionar a Blancanieves al servicio de siete enanitos, ni a dulces princesas rubias esperando a príncipes azules. Descarté hablar de lobos acechando a niñas tras los árboles, más temidos ahora por ganaderos que por caperucitas. Me dio pereza uno de reyes y sus gestas o de piratas con tesoro, que acababan siendo igual de campechanos todos. El caso es que aborté la misión argumentando que desde que los personajes cobraron vida no hacen gracia, no hubo cuento y opté por colocar silencio en el minimundo inventado para un recién nacido. Consistía en un cuarto soleado y tres ventanas con visillos blancos. Por una vería a una abuela regando geranios, una madre tendiendo sueños y dos niños jugando. Por la que da a la huerta, su favorita, vería cerezos, lagartijas y manzanas, un nido de jilgueros, un gato perezoso y al fondo, un campanario. Quedó pendiente incluir algún día, a lo lejos, una tormenta y aullidos de lobo para que supiera del peligro y del frio. Y la tercera ventana, la que daba al fondo del mundo habitado por humanos, decidí dejarla cerrada de momento porque esos sí podrían hacerle daño.
Para estos días en que muchos padres llevan por primera vez a sus niños al colegio, sí hay un cuento idóneo. Es Peter Pan, pero dándole todo el protagonismo a Wendy, ese personaje que algunos padres y abuelos somos, sin ser conscientes de ello, lo que complica el momento de abrir la dichosa ventana que mantuvimos cerrada, la que da al mundo del que pretendemos proteger en exceso a nuestros pequeños. Ningún error, de serlo, sería tan entendible como el síndrome de Wendy y hasta en el mejor de los casos, cuando no resulte traumático ese primer día de colegio, se perciben sonrisas forzadas, nervios y angustias mal disimuladas al abrir la puerta de casa y ver salir a un ser de palmo y medio a encararse con la vida, en un viaje de no retorno. Será de no retorno porque se irá con olor a madre y regresará con olor a plastilina. Saldrá diciendo mamá y papá y regresará diciendo Lucía, alguien de otra tribu que ha entrado en su mundo sin conocerlo nosotros. De repente tu niño es distinto, también son días extraños para él, que va y viene entre divertido y asustado, entre contento y no se sabe. Tiene tantas emociones nuevas que no caben en una mochila tan pequeña y no sabe cómo sujetarlas. Ya tiene una goma con olor a nata, sin tachadura que borrar para estrenarla y tiene horario sin saber que existen las horas ni que vive flotando en el tiempo. Ayer conoció un vacío que no era miedo, era un hueco en el que no estaba su madre y lloró un poco, justo antes de salir al recreo sin saber tampoco qué es eso porque en casa solo salen a la calle. Después vio que mamá metió tiritas con dibujos en la mochila porque sabe que le encanta ponérselas, sin herida debajo. Y sonríe. Esta mamá…
Él no lo sabe, pero ya empezaron a crecerle las defensas contra gripes y avatares de la vida, todas al mismo tiempo, mientras los padres empiezan a asumir que a partir de ese momento les dará la mano para cruzar la calle, pero se la soltará para cruzar la vida, admitiendo que ya puso rumbo al futuro mirando el mundo con sus propios ojos. Es ahora cuando te das cuenta de la importancia que tienen los profesores, educadores, amigos y compañeros que vaya encontrando en el viaje, formando parte de su vida. Las buenas y malas compañías. Las buenas y malas influencias. Los que hagan feliz y hagan daño. Los que hieran y curen. Aunque asoman todos los miedos al pensarlo, ven al niño integrarse en sociedad con esperanza porque según el proverbio africano ‘para educar a un niño hace falta la tribu entera’ mientras aprenden su nuevo rol, sabiendo que no le perderán de vista durante todo el trayecto, disimulando, escondidos en alguna curva viéndole venir o en alguna sombra viendo cómo se aleja, quitando las piedras del camino, poniendo señales para evitarle tropiezos y hasta sembrando flores en las cunetas por si acabara en ellas.
Ya se abrió la ventana que daba al mundo y tanto temían, pero seguirán custodiándola en duermevela, recogiendo los fríos y miedos que aparezcan, templándolos y domándolos antes de que alcancen al niño, como han hecho desde que vino al mundo. Sólo se permitirá la entrada al sol, la lluvia y hasta a la nieve, si se empeñara en hacerlo y, por supuesto, a pájaros y mariposas. El pequeñín ya va al colegio, pero sigue siendo un niño. La habitación ya no huele a talco y manzanas. Ahora huele a lana, plastilina y caramelo.
A todos los pequeñajos que se han incorporado a la tribu y han estrenado camino, feliz trayecto. Que las madres les metan en la mochila tiritas con dibujos divertidos para posibles heridas y flores en los zapatos, que hagan bonito el camino.