Somos seres sociables, pero pagamos por los espacios vacíos y caros. No es lo mismo una playa llena de sombrillas en la que hay que bordear toallas y sillas para llegar a la orilla, que una cala desierta en una isla de difícil acceso o un barco en alta mar, como un islote desgajado del resto del mundo. Comer pegado a una mesa donde el vecino vocea más alto según avanza la noche, es distinto a cenar en una minúscula tasca frente al mar iluminada por un cordel de bombillas, en la que sólo sirven a tres mesas, mientras unos acordes de música local suenan sin silenciar el rumor del mar. Una de las grandes diferencias suele ser el precio, bien de la cena o de los vuelos que lleguen a algún lugar del mundo donde aún no haya calado la explotación del turismo masivo. No obstante, si algo sucediese, si de pronto todo lo que conocemos se derrumbase, también se derrumbaría con él ese espejismo de separación y nos uniríamos para sobrevivir como especie. La alerta aún no se ha encendido para muchos. El cine ha explotado este fenómeno de los espacios solitario-mágicos con películas en islas y pueblos encantadores, que tras ser vaciados durante el rodaje vuelven a llenarse hasta los topes para disgusto de los visitantes que acuden en tropel, enamorados de la ficción. Están las redes llenas de fotos de lugares vacíos, de imágenes de lo que parecen playas desiertas o islas privadas y proas de barcos cuya única vista es el mar inmenso y un atardecer ardiendo. Quién sabe lo que se tardó en lograr que el rincón bonito de una playa atestada o de un barco de excursiones en grupo, quedase libre para captar una irrealidad. No es la belleza de la imagen, ni la calidad del encuadre lo único que se busca, sino trasladar la idea de unas vacaciones exclusivas, lejos de la vulgar humanidad. No me malinterpreten, yo soy la primera que busco encuadres y localizaciones en las que se podrían desarrollar guiones e historias, pero estos días he estado reflexionando sobre el asunto porque he visto gente tratando de ocultar lo que de verdad están viviendo para mostrar algo que sólo «parece» lo que no es. El sufrimiento detrás de esto es evidente. ¿Por qué avergonzarse de un verano con los abuelos o con una familia estupenda al borde del mar, tratando de falsear la realidad? Gran parte de la humanidad está tratando de sobrevivir a guerras en las que recogen con pala los restos de sus seres queridos y otra parte de la misma está preocupándose por hacer fotos en parajes sin rastro de vida humana.
¿Qué ética de la belleza tiene nuestra sociedad? Esto no es una crítica a los que pueden elegir paraísos para pasar sus vacaciones, tampoco a quienes tienen cuerpos que encajan en el canon imperante. Es una reflexión sobre la tendencia a dar la espalda a la realidad y a rechazar el encanto de lo cotidiano dondequiera que se encuentre, en concreto, en los momentos compartidos con corazón, más allá del mero escaparate. Pienso que esa tendencia a quedarse en la epidermis de las personas y de los acontecimientos es una destrucción sistemática de la empatía y por supuesto, de la imaginación. Me apasionan las fotografías de personas que practican deportes respetuosos con la naturaleza que, de manera orgánica, llevan a lugares de una belleza casi espectral, y que han llegado allí retándose a sí mismos, en busca de una comunión con el entorno, una actitud que está en las antípodas de los que presumen de poder aislarse del común de los mortales. Echo de menos fotografías y testimonios que respiren realidad, humanidad y esa luz que tiene lo auténtico. Y si a este intento de dibujar mundos falsos en compartimentos estancos le sumamos el propio aislamiento al que nos someten los teléfonos, tenemos una gran bandera roja que no deberíamos ignorar. Teléfonos en la playa que han sustituido a los libros, información constante y desmembrada, fotos y fotos. Aislados no podemos nada, valemos poco. Es la unión la que hace la fuerza. Una unión que vamos a necesitar si queremos que la democracia perdure y que las causas que nos afectan no sean mal gestionadas por aquellos a los que no les afectan, precisamente porque están instalados en ese universo lejano y ajeno al resto de la humanidad.