El pasado día veinte se cumplieron 49 años de la muerte del generalísimo Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la gracia de Dios. Me disculpen la hipérbole colorista del título, tanto los franquistas de la vieja guardia, como los del ‘cara al sol’ o como los neofranquistas de Vox. Franco no tenía un pelo de tonto, pero, pese a su apellido, tampoco de ‘franco’, pues mudaba fácilmente de cara, dura o blanda, según le convenía. Por ejemplo, hizo creer a todo el mundo que era católico progresista postconciliar, pero se vio obligado a contemporizar con sus aliados nazis y fascistas nada entusiastas de la Iglesia católica. Al mismo tiempo que prometía a ambos su favor, les confesaba no poder prescindir del sector clerical. Lo que llevó a los nazis a repudiarlo por catolicón.
La Alemania nazi, que tan decisivamente le ayudó a ganar la guerra civil, se sentía como esposa engañada por marido infiel: «Si en 1936 no hubiera decidido enviarle mi primer avión Junker, Franco no hubiera sobrevivido. ¡Y ahora atribuye su salvación a Santa Isabel! ¡Isabel la Católica, la mayor ramera de la historia!», exclamó Hitler enfurecido, para quien siempre consideró que la intromisión de la Iglesia en España era un error. El almirante Canaris ya había advertido al Führer que Franco no era un héroe, sino un «maniobrero político». Por su parte, Goebbels habla de Franco en su Diario como: «La típica gallina histérica. Cuando la ocasión le parece propicia, eriza las plumas; pero, pasado el incidente, vuelve a mostrarse pusilánime y cobarde».
Dada la ambivalencia, ¿a quién mentía Franco y con quién se sinceraba? Pregunta que, por lo difícil de responder, forma parte de su personalidad camaleónica. Lo cierto es que, en principio, los alemanes creyeron que Franco se había desmarcado de la Iglesia, pero se sorprendieron el 3 de mayo de 1938 al restablecerse la Compañía de Jesús. Cuando el embajador alemán Von Stohrer tuvo noticia de que estaba a punto de salir aquel decreto, pidió ser urgentemente recibido por el Caudillo para manifestarle que tal medida «sería considerada reaccionaria y contraria a la política en la que se suponía que Hitler y Franco estaban de acuerdo». Franco reaccionó ordenando la inmediata publicación del decreto. El extenso informe de Von Stohrer a la Wilhellmstrasse, a raíz de este hecho, comentaba que Franco había sabido ganarse a todos los partidos nacionalistas (falangistas y tradicionalistas), pero sin dejar que ninguno de ellos llegara a ser demasiado poderoso preservando así su autoridad personal. Tal como reflejan los documentos de la German Foreign Policy (Londres, 1951), para Von Stohrer, según qué partido, podías oír que Franco «se ha vendido completamente a la reacción», o que «Franco era puro monárquico», o que «Franco está completamente bajo el influjo de la Iglesia». Y que, dada esta heterogénea proclividad, no es nada fácil hacerse una opinión objetiva sobre la solidez efectiva de los vínculos que unían a Franco con cada una de estas fuerzas.
Cuando era evidente que los nazis iban a perder la guerra, Franco se inventó lo de las «3 guerras»: la de Alemania contra la URSS, en la que España estaba del lado alemán con la ayuda en Rusia de la ‘División Azul’; la de Alemania contra las potencias occidentales, en la que se mantenía neutral; y la de éstas contra Japón, en la que España se ponía del lado norteamericano y británico.
Estas distintas caras de su «excelencia superlativa» son las que le permitieron encumbrarse hasta el poder absoluto. A sus compañeros militares les daba una estampa de pluralidad. Por ejemplo, a Kindelán le hizo creer que era monárquico, a Yagüe que era falangista y a Mola que era republicano. Sólo Cabanellas sabía del rostro polifacético de Franco, dada la concurrencia de ambos en Marruecos, siendo el único general de los sublevados que se opuso al mando único franquista. Así le lucio el pelo. Franco le apartó de todo poder real, además de requisarle todos sus documentos.