Se descubrió por aquel entonces que el fresco había estado sobrevalorado y cundió el desánimo entre las gentes. De poco había servido el esfuerzo de haber regresado unos días al pueblo para respirar y casi nadie sacaba ya las sillas a la puerta después de la cena, preferían permanecer en el interior conectados a sus ventiladores inútiles. El fresco, como tantas otras cosas del pasado, tiende a la desaparición. Es algo analógico: a quién se le ocurre método tan primitivo como generar corriente o aguardar la llegada de la noche para que caiga la temperatura. No, lo que toca hoy es consumir electricidad o confundirse en medio del turismo de masas, los dos remedios que se nos proponen. Paradojas: lo primero abunda en el individualismo derrochador de más recursos mientras que lo segundo tiende al desarrollo de la ganadería intensiva.
Todo esto sucede, mayormente, en agosto, el mes más traidor del año, el mes del definitivo marchitarse, el del sofoco y el sudor, incluso el de las muertes por causa de esas olas cálidas que se han convertido en el pan nuestro de cada verano gracias a los telediarios. Ni frío al rostro ni rebeca al brazo por si las moscas. Agosto es solo moscas y bochorno.
Y sin embargo también yo, que ando siempre rechinchando con estos asuntos, me he sumado a lo largo del verano, especialmente en agosto, a la moda de los viajes sin fin. Confesaré sin ningún pudor los que han sido mis destinos: Lugueros, Borrenes y Lago de Carucedo, Bolaños de Campos, Villablino y Robles de Laciana, Pedredo y Santa Colomba de Somoza y Quintanilla del Molar. Todos lugares muy exóticos y fuera de los circuitos mercantiles, como podrá comprobarse, verdadero turismo de aventura podría considerarse si atendemos a esos otros rumbos trillados que nos animan a frecuentar. Y todos ellos así mismo persiguiendo el rastro de buenos amigos y amigas, con quienes compartir comida, conversación, paseo y risas. Son la auténtica frescura. Quizá la única que aún no ha sido pasto del comercio.