Siempre me llevé bien con los caracoles. Antes había muchos, no hacía falta que lloviese para verlos dejando su rastro de babas blanquecinas y transparentes. Los cogías por la concha y todavía tardaban un rato en desaparecer dentro de ella, tapando el agujero con su viscoso pie. También estaba gracioso lo de tocarles los cuernos, que se replegaban en el cuerpo, para luego salir, otra vez tocárselos, otra vez retirarse… Todo ello mientras le cantabas la canción con esa rima delirante que se saltaba todas las reglas de sintaxis y concordancia: «Caracol, col, col:/ saca los cuernos al sol,/ que tu padre y tu madre/ ya los sacó».
Eran, en cualquier caso, unas criaturas mucho más simpáticas que sus primas, las babosas o limacos, no sólo carentes de su graciosa concha, sino también poseedoras de ese inquietante tono negro que sólo invitaba a echar sal sobre ellas y contemplar su agonía retorcida.
Luego, con el paso del tiempo, la afinidad con los gasterópodos (los que tienen el pie en el vientre, los que caminan con el estómago, según su etimología del latín) se convirtió también en metafórica. Durante una época juvenil me gustó vivir como ellos, sólo con lo justo. Todo mi mundo cabía en una mochila y las mudanzas no eran la pesadilla en que terminarían convirtiéndose, con lo cual era muy fácil adobarse en el sofá o el colchón tirado en el pasillo de algún colega. Un ascetismo libertario y alejado de la esclavitud de las posesiones materiales.
La simpatía hacia los caracoles, empero, ha terminado. Cualquiera que tenga un huerto compartirá este odio por las lentas y reptantes máquinas de matar verduras. Mis berzas, acaso lo más bello que he llegado a crear (dentro del reino vegetal) amanecieron comidas hasta más allá de lo soportable, las hojas reducidas a las nervaduras. Unas coles asa de cántaro que traje de Villafranca aguantaron mejor (no sé si serán más resistentes a estos moluscos del demonio), pero el panorama es decepcionante. De pequeño me daba mucha rabia pisar sin querer una concha con una criatura viva dentro, apartar el pie y ver esa masa de trozos calcáreos mezclados con las tripas del invertebrado. Ahora se ha desarrollado en mí un instinto ‘caracolicida’ que sobrepasa en mucho el cuidado de mis pequeñas plantas. Estos días húmedos me he sorprendido, incluso, mirando con malas intenciones los testáceos que pasean, tranquilos, por los alrededores de mi casa, lejos de mi huerto. No tienen la culpa, me repetía, mientras les tocaba los cuernos una y otra vez.