Dicen que siete de cada diez recetas de platos tradicionales están en riesgo de desaparecer. Mala cosa. Muy mal asunto para alguien que conoció todavía la hostelería verdadera que se practicaba en algunos rincones leoneses del buen comer, a finales del pasado siglo. Allá por los años 80 y 90 oficiaban en la ciudad y en la provincia santuarios tales como Casa Teo, Faisán, Formela, Guerrero, Riaño, Casa Simón, Amancio, Palomo, Honrado en Barrio, Luisón en Villaobispo, Asador de Viloria, Venta de la Tuerta, Gatito en Valderas, Peseta en Astorga, Salomé en Toreno, Casa Blas en Boñar… y un puñado de locales más, así por el estilo. Incluso pequeños bares y tascas en barrios o pueblos perdidos, fuera de guías y circuitos prefabricados. Fogones que ya no existen o no son lo que eran. Manos sabias que rescataban sabores hoy olvidados. Cocina fiable, platos solventes, sabores añejos.
Y en esto llegaron las esferificaciones, el vapor, las espumas, la deconstrucción… esas cosas. Desaparecieron los sabores primarios, nació el diseño, el artificio, el bulli/cio. Cocina a precios de escándalo para aquellos nuevos ricos que surgieron justo por la misma época con el nombre de yuppis. Nos lo advirtió hace años el triestrellado, y malogrado, chef Santamaría cuando en un sincero ataque de honestidad vino a confesar que él y sus colegas representaban un cierto fiasco. Y no aprendimos nada ni hubo más autocrítica, nadie lo escuchó, le condenaron por su anatema. Sin embargo, entre el chiste exagerado de Leo Harlem cuando dice que ha perdido relojes mojando en salsa de callos y las composiciones químicas de geles y moléculas que nos quieren endosar con jeringuilla como si fuésemos jilgueros, tendría que haber un punto virtuoso de equilibrio, ¿o no?
El caso es que en aquel explosivo momentazo culinario, directamente llegado del taller mecánico a los fogones, se incorporó el soplete a la cocina; y sospecho que el satisfacer no sustituyó a la minipimer porque aquel todavía no existía. Algo fallaba en todo eso. Al mismo tiempo, los camareros se convirtieron en literatos. Claro, era inevitable si tenían que explicarte la escena: un plato grande, un manjar chico y un nombre extenso para definir la elaboración y sus componentes. Apareció, en suma, la llamada nueva cocina en la que, por ejemplo, un cocido consistía en un cuenco de caldo y tres solitarios garbanzos, allí flotando melancólicos mientras te miraban a la cara con pena, como pidiendo el indulto culinario (el genio dixit).
Entonces llegó también el desencanto. Son –somos– muchos los que no quieren nada con semejante hostelería, verdadero laboratorio para snobs, pijos, oportunistas y masterchefs televisivos (¿o son todo sinónimos?) En efecto, desde aquel alumbramiento, tantas veces, comes mal, poco, caro y desazonado (el plato y tú). Se come…pero raro, que diría el gran Gila. Y a saber lo que dirían Pla, Cunqueiro, Luján o Vázquez Montalbán si levantasen la cabeza y se llevasen la cuchara a la boca de nuevo. Es posible que se decidiesen por el ayuno, la inanición voluntaria, el harakiri alimentario.