«Por el campo tranquilo de septiembre, del álamo amarillo alguna hoja, como una estrella rota, girando al suelo viene». (Luis Cernuda).
Y hasta aquí han llegado los días del verano.
De pronto, en el paseo de la tarde, ya de vuelta, la luz ha cambiado siendo la misma hora de ayer. Se descuelga por el tronco de los árboles, alargándose perezosa entre la briznas, reptando hasta el camino, derramada en las huellas como si fueran abismos.
El mundo parece un sitio tranquilo visto desde aquí. Un auténtico espejismo de bondad.
Tengo observado que cuando el sol toca la línea del horizonte, la dirección del viento cambia y en vez de empujarme por la espalda me echa en la cara todo lo que trae del valle que se abre frente a mí hasta la cordillera: que si el humo de las primeras chimeneas que se encienden, que si aromas de romero, tomillo y también olor a ganado.
Nada me invita a pensar que debajo de alguno de los tejados que se ven en la lejanía haya un ser humano que, a sangre y fuego, se revuelve contra algún otro ser humano con injusticia o rabia. ¿Por qué iba a perturbar este momento con un pensamiento así? Sin embargo, lo más seguro, es que sea cierto, aunque yo prefiera obviarlo.
De pronto, sopla un airecillo fresco que me hace poner la chaqueta.
Ya no hace calor: una reflexión de cuatro palabras que es un hecho objetivo.
Dice Fisicarm, la estudiante de física con estética choni que se aloja en Instagram, que el frío no existe, que lo que llamamos frío no es más que ausencia de calor. Bueno, lo dice ella, claro, y alguna que otra ley de la Termodinámica. Parece, entonces, que la naturalidad sea el frío, aun no existiendo, y ese frío y su fundamento es lo que llevo sintiendo en el alma desde que conocí, a través de las noticias, a Gisele Pélicot.
Cuando Gisele Pélicot decidió que la vergüenza cambiara de bando, he sentido lo mismo que debe de sentir alguien que ha sufrido mucho frío a lo largo de su vida y, de pronto, descubre que, en realidad, el frío no existe.
Frío, frío, muchísimo frío.
Cuando Gisele Pélicot cambio el sitio de la vergüenza en la ecuación de la justicia y vimos que, como en el caso del frío, se trata de una cuestión de defecto entendimos que, la naturalidad en el Estado Patriarcal en el que vivimos, es la injusticia. Y mientras se trate de mujeres, pasa como con el frío: no existe.
Como si ese no existir vaciara de contenido todo lo que nos ha hecho sufrir «el frío». Como si careciese de importancia que esa maldita sensación que se lanza contra las vísceras no sea un exceso, si no un defecto. Un defecto de calor, un defecto de justicia.
Cuando Gisele Pélicot decidió que la vergüenza cambiara de bando, abrió la puerta a lo que no estamos acostumbradas, rompiendo la maldición para la que hemos sido adoctrinadas: la vergüenza. Adoctrinadas para sentir vergüenza, no para pedir justicia.
Vergüenza acumulada entorno a nuestros tobillos como si fuera la leña de una pira en la que luego debiéramos arder hasta desaparecer de escena y dejar al frío y al Estado Patriarcal que obre a sus anchas en ese no existir tan ofensivo y absurdo.
Cuando Gisele Pélicot decidió que la vergüenza cambiara de bando… lo ha hecho por ella y por todas sus compañeras. No dejaremos que esa puerta se vuelva a cerrar.