Lunes, 14 de abril, y cada día más agnóstico hasta de sí mismo –yerros cantan y conciencia concluye– y más republicano –historia, propio raciocinio y ajenos yerros del entendido se coadyuvan e infieren, (¡Ay demérito!)– y no se libra uno de sus íntimas incoherencias. Contradicciones, por otra parte, sin las que a buen decir de André Gide no habría progreso. Aun así, no crea, lector, que se me vuelve cada paradoja aleluya de varia intensidad y duración, menos, avalada como está esa incorpórea cadena que algunos, no sin arrogancia, llaman coherencia y tanto, últimamente, envilece gesto y verbo en toda convivencia ciudadana.
Caso singular es, por ejemplo, la Semana Santa. Más, cuando ni gasto ni gusto de cofradía alguna pues no comparto vínculo ni cíngulo con ninguna de ellas. Mas, aun así, años hay en que el cuerpo me pide acudir, digamos, de papón de acera a ver alguna de las procesiones que la semana ofrece, si el tiempo lo permite. Y así, un año más, veré esta semana a esas muchas personas, hombres y mujeres, que llevan tiempo con su sitio cogido en las cofradías, bien sea para pujar un paso o para salir revestidas como la tal establezca. E igual, escucharé, también de otras muchas, laicas y/o creyentes, que a aquellas lo que en verdad les importa sólo es el folclore y el figurar ante los demás. Y errará quien piense que suscribo tal afirmación. Muy al contrario. Tal comentario no es más que un juicio temerario y de intenciones, probablemente hecho o repetido desde un prejuicio, venga de un laicismo retrógrado, venga de una fe amnésica de su «no juzguéis para que Dios no os juzgue; porque Dios os juzgará del mismo modo que vosotros hayáis juzgado…» (Mateo 7:1-2).
Hablo, escribo hoy, de una de mis contradicciones: la reflexión a que me intima la contemplación de alguna procesión aun cuando de esta sé nace su causa, pues inicia en mí una serie de preguntas a su sencillo y paulatino pasar. Cómo, por agnóstico y laicista que se sea, no reflexionar ante la representación de la vileza humana, la amistad traicionada (Judas), y las humanas virtudes, el solidario gesto (Verónica), el amor humano (Magdalena), el amigo fiel (Juan), la sufriente madre (Angustias o Dolorosa), el hombre utópico (Jesús). Librepensador, qué prejuicio debería asumir para no ver en todos estos pasos artísticos una figuración del humano sentir y hacer; de nuestras pasiones, de nuestros actos, de esos propios actos que son los que, al final, nos definirán. ¡Gozosa contradicción!
¡Salud!, y buena semana hagamos… ¡Y tengamos!