Seguramente, en muchas ocasiones a lo largo de tu vida, has escuchado la expresión «no todo es blanco o negro», o alguna otra similar. La idea que se pretende transmitir mediante la formulación de este tipo de enunciados, es la de que casi todos los elementos se encuentran en algún punto intermedio entre los dos extremos, y no en dichos extremos, como muchas veces tendemos a pensar. Clasificamos numerosos eventos y sucesos como «A» o «B», «cara» o «cruz», «óptimos» o «pésimos» y «blancos» o «negros». Es decir, que estamos acostumbrados a agrupar los conceptos en categorías antagónicas y contrapuestas. Hemos aprendido a pensar de esta manera y nos hemos habituado a ella.
Pero, ¿qué ocurre si en lugar de imaginar categorías, comenzamos a imaginar continuos? En lugar de «A» o «B», imaginamos el alfabeto entero. Y en lugar de «blanco» o «negro», imaginamos la paleta de colores al completo. La variedad de tonos es casi infinita, por lo que es prácticamente imposible que algo realmente sea completamente blanco o completamente negro. Y de forma análoga, es prácticamente imposible que algo realmente sea completamente bueno o completamente malo; completamente agradable o completamente desagradable; completamente dulce o completamente amargo.
Por ello, ante los pensamientos catastrofistas basados en categorías, es bueno que intentemos extraerlos de dichas categorías y que tratemos de encajarlos, como si de un puzle se tratase, en sus correspondientes continuos. Por ejemplo, ante el pensamiento «mi vida es una mierda», estaría muy bien hacer una reflexión acerca de cuáles son exactamente los elementos de mi vida que «son una mierda» y cuáles puede que no lo sean tanto, para así finalmente llegar a la conclusión de que aquello que veía de un color negro intenso, quizás encaje más en un tono grisáceo.
En relación con lo anterior, algo que también hay que tener en cuenta a la hora de realizar valoraciones, es la existencia de nuestros propios límites. Hay muchas cosas que podemos cambiar, pero hay otras que no están a nuestro alcance. Es decir, que «llegamos hasta donde llegamos». Es muy habitual sentir frustración por algo sobre lo que realmente no se puede hacer nada para cambiarlo, porque depende de otras personas o de determinadas circunstancias que se escapan de nuestro control. Por este motivo, es de máxima importancia conocer cuáles son nuestros límites, hasta dónde podemos llegar y qué es todo aquello que sí que podemos controlar y cambiar, centrándonos así en estas piezas del puzle, en lugar de «perder el tiempo» centrándonos en otros elementos que están fuera de nuestro poder de acción.
Y una vez que tengamos claro cuáles son nuestros propios límites, otra cuestión que hay que tener muy presente a la hora de componer este complejo rompecabezas, es la de los límites que queremos poner a los demás. Es decir, hasta dónde estamos dispuestos a tolerar y en qué momento debemos ser capaces de decir «no». El hecho de lograr marcar estos límites, es una condición necesaria para tener una buena salud mental. Y aquí, es de vital importancia el trabajo y el desarrollo de la asertividad, para poder marcar estos límites de forma rotunda, pero sin resultar desagradables o agresivos. Llegar a este punto no suele ser nada fácil, por lo que, en muchas ocasiones, la terapia psicológica sirve de gran ayuda para alcanzar este objetivo.
Por tanto, teniendo en consideración todo lo mencionado anteriormente, podemos concluir que existe una especie de puzle que debemos ir formando mediante el correcto encaje de las diferentes piezas que lo componen. Y a medida que lo vamos elaborando, vamos aumentando nuestro bienestar psicológico. Aquí se ha hablado de algunas de las piezas de este rompecabezas, aunque existen muchas más. La psicología nos enseña cuáles son estas piezas, cómo ordenarlas y cómo ir construyendo, poco a poco, este gran «puzle de la salud mental».