Decir que nos estamos cargando el planeta, si nos apoyamos en evidencias, no es una teoría alarmista o apocalíptica. Diversos datos científicos verificados durante los últimos años conducen a una misma conclusión, el deterioro del medio ambiente es una triste realidad.
Afirmar que nosotros, los seres humanos, somos grandes responsables de este daño, es una acusación con fundamento. Las consecuencias negativas de nuestra actividad están sobradamente demostradas.
Con frecuencia nos llegan noticias sobre informes científicos, catástrofes o fenómenos atípicos. Se insiste siempre en que tenemos que tomar conciencia y hacer lo posible para evitar llegar al punto en que este perjuicio sea irreparable. Pero se comprende que este mensaje es para todos, en especial para aquellos que sí tienen poder y capacidad de actuar.
Resulta contradictorio ver cómo por un lado se fomentan, por ejemplo, la energía eólica o solar, más sostenibles en teoría, mientras que en ocasiones se obvia el pequeño detalle del impacto que tiene la deforestación de las amplias extensiones de tierra destinadas a los molinos o los paneles. A no ser que sostenible en realidad signifique rentable.
Se aprueba la ley para el bienestar animal como un compromiso con el respeto al resto de las especies y al mismo tiempo se autoriza la construcción de macrogranjas con todo lo que supone, como hacinamiento de los animales y contaminación de aire, tierra y aguas subterráneas. Otra aparente contradicción.
Quitémonos la máscara, se trata de nuevo de la dichosa rentabilidad. Interesa más que haya un grupo reducido de propietarios de explotaciones y tierras en detrimento de muchos pequeños agricultores y ganaderos que no pueden competir con ellas y están desapareciendo.
Así es. Lo que favorece al medio ambiente y a la mayoría de las personas, parece que perjudica las ganancias de unos pocos.
Convendría dejar de mirarse el ombligo y el bolsillo, tal vez así se vería que las cosas a lo grande no siempre son lo mejor.