Nada me gustaría más que dedicar esta columna a las mujeres rurales, como cada año en este día. Supondría hablar de esfuerzo y aire fresco, sin miedo a ser repetitiva porque es mucho lo que se puede decir de ellas, alabando su labor año tras año, sin decir lo mismo. Hoy me limitaré a felicitarlas en su día porque hay nubarrones en el cielo que merecen ser gritados. Va por otras mujeres con otros hijos y otras luchas en otras tierras.
Caminaba con mi hija hace días, desde su casa al colegio donde ya muerde lapiceros un ser de tres años que nos disfraza la vida de sonrisa, cuando cuatro pájaros de hierro, inmensos y atronadores, cruzaron el cielo sobre nuestras cabezas. Aunque los he mencionado en otras ocasiones como los aviones antisiesta, porque no son nada nuevo para los que vivimos en aquella zona, esta vez los miramos las dos de forma diferente. Esta semana nos dieron miedo porque llevamos clavadas en la retina las terribles imágenes de una guerra que, aunque viene desde el fondo de los tiempos, en estos días asusta más que nunca por el grado de deshumanización que está alcanzando. Sólo el rugido de cuatro aviones caza sobrevolando tu barrio te hace insoportable imaginar a esos monstruos despiertos y atacando y, aun sabiendo que sólo están de prácticas, te enerva verlos pasar sobre el colegio al que te diriges y te preguntas cómo se soporta el horror de una guerra. Qué se siente bajo un cielo rasgado por hierro y fuego. Dónde se esconde a un hijo cuando silban los misiles, estando acorralado en un lugar sin puertas a la vida, sin caminos que se dirijan a la paz y donde todas las calles que llevan a la esperanza, son dirección prohibida. Cómo se consuela a un niño que lleva días sin luz ni pan. Qué se hace cuando el cielo amanece con una lluvia de amenazas blancas ordenando que te vayas hacia el sur, que abandones todo lo que tienes sin mirar atrás porque quedarte supondrá la muerte. Y cómo se va uno abandonando al anciano que no soporta el camino o cómo se queda uno, con la vida escondida y rezando para que el sótano soporte el bombardeo.
No deberían mostrarnos la muerte en cantidades que no podamos contar de una en una, ni enseñarnos atrocidades que no quepan en una cucharada, ni decirnos lo que no seamos capaces de oír sin lágrimas: «Ordené un asedio total sobre la Franja de Gaza. No habrá electricidad, ni alimentos, ni gas. Todo está cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia». Palabras de un ministro de defensa (un humano). Y el Señor dijo a Moisés: «Toma la vara con la que heriste el río. Yo estaré delante de ti sobre la peña de Horeb. Golpea la roca una vez y brotará agua y el pueblo beberá y sus bestias beberán». Pero Moisés no supo cumplir la misión, ofendió a Yahvé y fue castigado por ello, vagando por el desierto con el pueblo de Israel durante cuarenta años, alimentándose con el maná caído del cielo. Que alguien recuerde a ese hombre que su dios, en nombre de quien actúa, alimentó incluso a las bestias de su pueblo durante cuarenta años, mientras Israel purgaba su pecado y se le exija el maná de los niños.
Estamos ya cansados, muy cansados de imágenes apocalípticas. Ahora que Ucrania ya está suavizada en la cabeza, lejana en tiempo y espacio estando en el mismo sitio y con su guerra convertida en costumbre, por esa asombrosa capacidad que tenemos para normalizar lo que tanto impacta el primer día. Ahora que dejó de interesarnos en qué desván acabaron aquellos peluches huidos en los trenes de la esperanza y, cuando creíamos no tener capacidad para más escombros y destrucción, más sinrazón y masacre, más dolor y muerte, descubrimos que sí la teníamos. Ahora el Oriente Medio, ese volcán siempre activo que entra en erupción periódicamente, vomita tanta barbarie que cuesta creer que sea obra humana. Qué dioses les ordenan actuar con ese desprecio hacia la vida ajena; unos atacando indiscriminadamente, sabiendo las consecuencias que traerá para su pueblo y los otros, contraatacando como quien pisa un hormiguero.
Resulta especialmente difícil asociar estos hechos a nombres que en tu infancia eran más amables, aunque la eterna cruzada entre judíos y palestinos ya existiera. Palestina se asentaba sobre la mesa del salón y el río Jordán desembocaba donde se nos acababa el celofán azul, sin llegar a costa alguna. Lugar preferente tenía Belén donde una virgen y un carpintero tenían un hijo… Después venía una historia muy larga con la que me voy a quedar, no por creencia, sino por ser más entrañable, dando capítulo especial a la paloma que, tras el diluvio provocado por un Dios enfadado, regresó al arca de Noé con una rama de olivo, anunciado tierra firme, signo de que Dios volvía a estar en paz con los hombres.
En un intento de aliviar una columna tan bélica se me ocurre rematar con una pregunta de la película ‘Salvar al soldado Ryan’: Si Dios está con nosotros… ¿Quién está con ellos?
Y con un anuncio: Se necesita una bandada de palomas y paz para llevar. Urgente.