La semana pasada me enamoré de Maurice. Fue en el Centro Cívico del Crucero un día de esos en que los nubarrones cubren el mundo y sales de casa con dos golpes en la cabeza: un convoy humanitario fue atacado en Gaza y un padre había matado a sus hijos. Con ese peso en el bolsillo tropiezas con ‘El gran Maurice’ en el ciclo de cine del Crucero. Sin planearlo, te acomodas y disfrutas de una comedia de las que lavan los días grises, redondean las aristas de las cosas y desatan el nudo de la risa. Allí me enamoré de Maurice Flitcroft, personaje real que murió en 2007, protagonista de la novela ‘El fantasma del Open’, ahora convertida en comedia. Un hombre cuya foto puede verse en las redes, junto a un Severiano Ballesteros de diecinueve años, que hizo historia por ser el peor golfista del mundo, dejando tras él una dudosa fama con dos estelas: la de impostor y la de buena persona. Yo apuesto porque fue un hombre bueno. Me lo dijo su voz.
Como ocurría en las películas de indios y vaqueros que veíamos de niños, los buenos siempre eran los del lado de la cámara. Será por eso que donde otros vieron engaño y a un farsante, el espectador ve desde el sofá de Maurice a un tipo bonachón que, con cuarenta y siete años y su trabajo en peligro, decide ganar el Open Británico simplemente por ser lo que aparece en ese momento en televisión. Aunque se conozca la historia por ser un hecho real, son sus ocurrencias las que te suben a un tiovivo en el que la vida gira, mostrando al mismo tiempo su lado blanco y su lado negro. Un hombre aparentemente confuso con las ideas demasiados claras, consiguiendo todo lo que se propone como sin darse cuenta, como si las cosas rodasen y ocurriesen solas.
En una tarde de nubes te aferras a un personaje como este, a su optimismo y autoestima y a su forma de sacudir los problemas cuando en lo cómico empiezan a aparecer manchurrones de tristeza. Un comienzo tan divertido como tierno, viendo a ese hombre que compra un libro y un vídeo y pide por internet medio juego de palos para aprender a jugar al golf, sin haber tocado más palos en su vida que el mango de una escoba. A pesar del apoyo incondicional de su mujer y de sus hijos gemelos, no sospechas que su proyecto va en serio hasta que no ves el encono con que practica en la pista pública de su pueblo, en la playa o en el jardín de su casa con latas haciendo de hoyos. Y asoman las primeras manchas tristes cuando, convertido en pequeño delincuente nocturno, salta la valla para practicar en el Club de Golf en el que nunca le admitieron como socio, incluso cuando consiguió calzado adecuado y dinero para serlo. A partir de ahí, se extienden los retazos negros de la historia, tan actuales, tan de siempre, tan de todos. Aparecen el clasismo y el rechazo, las puertas que se cierran dando en las narices a los sueños y las trabas que le ponen cuando aspira, simplemente, a hacer posible un imposible.
Maurice no sabía que él no podía aspirar al Open. Y consiguió jugarlo precisamente por no saberlo. De saberlo, no lo hubiese intentado siquiera. Pero los planetas se alinearon para que ocurriera y al rellenar la ficha de aspirante, cuando intentó apuntarse como jugador aficionado, donde pedían los datos de acreditación la palabra ‘hándicap’ fue tan complicada para él que se apuntó como profesional porque en esa categoría no aparecía la casilla con aquel dichoso palabro que a saber lo que significaba. Ese fue su gran engaño, el pecado que dejó una estela de impostor en la historia de su vida y le llevaron a hacer un recorrido de ciento veintiún golpes desternillantes, hasta que esos golpes empiezan a hacerte mella en la parte de pensar y sientes una humillación que solo te alivia comprobar que Maurice no siente. Simplemente juega y vive, ajeno al revuelo de golfistas, organismos y medios de comunicación buscando explicaciones e inventando conjeturas sobre el personaje. Y volvió a intentarlo. Y volvió a conseguirlo. Y volvió…
En realidad ya daba igual que fuera un impostor o no. El mundo le quería por ser el peor, sin hacer el ridículo en ningún momento porque creía en sí mismo. Es muy recomendable pasar un rato con ese buen hombre que te da un masaje de calma en una tarde nubosa, te apaga las bombas y pone seis terrones de azúcar en una taza de té. Merece empaparse de su actitud positiva y de su exagerada autoestima desde la humildad y simpleza más absolutas, porque todo en él va de extremo a extremo. Y al acabar la sesión, el organizador nos pregunta qué ocurriría si el doblaje fuese otro. Imposible. Se entiende que el director de la película ha sido fiel al personaje y así suena su voz. A hombre bueno.
Hay días que necesitas lavar la actualidad porque saliste de casa con dos bombas encima: el ejército de Israel atacó un convoy humanitario en Gaza matando a siete voluntarios y un padre (otro) mató a sus hijos (otros). Necesitas a un humano bondadoso y simplón y meterte en sus zapatos un rato para poder caminar. Y tropecé con Maurice Flitcroft.