La política española se está convirtiendo en un desguace. En un montón de chatarra esparcida sobre un erial contaminado. Y la gente, a la vista de los mangoneos, puede tirar por la calle de en medio porque todo tiene un límite; es decir, mandar a freír espárragos, por no decir a tomar… a todos y cada uno de los actores intervinientes y sus ideologizados y, muchas veces, amorales posicionamientos. El empacho es general. En estos grises y monocordes tiempos los padrecitos de la patria están mudando las instituciones en patios de colegio y verbenas borrachuzas. Y, en mayor medida, desde que, como un miura en celo, saltó al ruedo el ‘caso Koldo’. Un escenario con moho y olor a alcantarilla, donde el argumento es tirarse piedras a la cabeza. O vigas de hormigón si se terciara. Porque el objetivo es seguir mamando de la teta. Una vergüenza.
Resulta que, ahora, lo que se dilucida –o se pretende– con eso de las comisiones es evidenciar quién es el menos corrupto. El menos jeta. El que menos ha metido la mano al cajón del pan. Que es la madre del cordero de estos iconoclastas. Y el que lo consiga, el que demuestre que el contrario es más sinvergüenza que él mismo, se convertirá en el vencedor de la martingala. Es lo que vienen persiguiendo los dos grandes partidos, a sabiendas de que en todos las partes cuecen habas y en su casa a calderadas. Que se lo pregunten, por aquello de la actualidad, al presidente Sánchez, reconvertido por sistema en el adalid de no se sabe cuántos años de honradez. Una filfa.
Cosa distinta es el tratamiento ‘quirúrgico’ que se viene aplicando a unos y a otros. Por ejemplo, a Isabel Díaz Ayuso, la presidenta madrileña y azote permanente del socialismo sanchista. Ayuso se ha convertido en el comodín de la izquierda para desviar la atención de sus propias incomodidades públicas; de sus propias y ‘presuntas’ corruptelas, depravaciones de las que, hasta la fecha, han ido saliendo airosos, gracias a la catadura de ciertos medios y sus podridos tratamientos informativos. Pues bien, durante la jornada de hoy se celebran las elecciones vascas. Y todo apunta –al menos eso indican los sondeos– a una abstención más que notable. Y la razón, de producirse, no es otra que la gente se siente engañada, vilipendiada y usada como burros de carga. La broma es constante. Resulta inadmisible que un sujeto –o sujeta– se suba al atril y suelte más mentiras que Pinocho a Gepetto y luego no pase nada.
El epítome de las nuevas épocas se condensa en los ‘cambios de opinión’. Es el arma de destrucción masiva al que cualquiera puede acogerse sin que le tiemblen las canillas. Dame pan y llámame perro. De ahí el plural hartazgo. En síntesis, que la política actual no vale un duro. Y ni siquiera un céntimo. Una mierda.