Mañana volverá a ser 31 de diciembre. Los que seguimos aquí, amparados por la noche estrellada de Van Gogh y un mismo cielo protector, haremos el balance inevitable. ¿Cómo estábamos hace un año? ¿Quiénes faltan hoy a la cita?
Hay pérdidas feroces y regresos inevitables, personas con quienes nos hubiese gustado hacer un muñeco de nieve cada día y que, por alguna razón, a veces turbia y otras inexplicable, decidieron apearse del andén de nuestra vida.
Todos perdemos amigos a los que queríamos por causas absurdas la mayor parte de las veces. Los humanos somos así, inconscientes, arrogantes, insensatos. Puede bastar un comentario inapropiado un mal día, una falta de tacto otro. ¿Cuántas veces nos gana el orgullo o nos hace perder un acopio de estúpidos prejuicios? Lo curioso es que, en el fondo, si pudiésemos volver atrás el recorrido de las agujas, lo haríamos porque en lo más profundo de nuestro corazón hay una voz que nos reclama el valor de arrepentirnos.
El coraje no es ser el último en cerrar la puerta o mostrarnos en el escaparate como los dueños de la razón. Sin amor, la razón ¿para qué sirve? El valor consiste en meternos en la piel del otro y aun no entendiéndolo, abrazarlo y abrir la puerta setenta veces siete. Este breve paseo que es la vida no está diseñado para dar portazos ni hacer bloqueos gratuitos. No hay fronteras útiles y el desdén es una actitud párvula.
Nada podemos hacer contra la voluntad férrea de La Parca cuando se lleva a uno de nuestros amigos a la otra orilla, pero podemos recuperar afectos que decidieron hibernar. En todo caso, cuando nos toque mañana tomar un año más las uvas, pensemos muy bien en las personas que necesitamos a nuestro lado. ¿Les decimos ‘te quiero’ lo suficiente o les dejamos a veces con la duda?
No te calles nada que al amor le pertenezca. Hay que vivir amando, sembrando de amapolas la escarcha de diciembre.