06/04/2025
 Actualizado a 06/04/2025
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Empeñados como están los colegios de médicos (y médicas) en encontrar algo que justifique mi condición de enfermo, me citaron en el servicio de hematología por aquello de los metales raros y demás condimentos que habitan en mi sangre de forma un tanto desequilibrada. Como si de una conversación sobre minería se tratase, convinimos que lo más oportuno era extraer el hierro, siempre y cuando la bocamina permitiera un fácil acceso a las galerías por donde viene circulando a sus anchas desde hace décadas. En suma, pactamos una auto-transfusión de ida y vuelta sin retorno del metal, que quedaría depositado en el exterior, mientras que el resto del aliño sanguíneo regresaría a sus aposentos limpio de toda contaminación férrica. Así de simple.

Por lo general, a mí lo que más me inquieta es lo que se desecha. Es decir, qué ocurrirá con ese hierro desperdiciado a causa de su propio abuso, adónde irá a parar, me lo imagino en balsas de sedimentación como las de la mina de Aznalcóllar o en recipientes para residuos peligrosos como los que ahora se retiran de la central nuclear de Garoña. Me sucedía lo mismo cuando, antes de esta última aventura hematológica, especialistas más primarios recurrían directamente a las sangrías para aliviar el flujo contaminado de mis venas. En aquellas bolsas de plástico estéril se recogía una parte del líquido con todos sus ingredientes dentro, no valía ni para hacer morcillas, pero nunca conocí su destino último, si existía una planta de reciclaje sanguíneo o si se convertía en un vertido incontrolado. Debe ser una perversión de la economía circular de la que tanto se habla hoy en día.

Por lo demás, casi nada me inquieta del paseo por el hospital ni de la consulta en sí. Los cuerpos marcan también sus ritmos y lo más cabal es acomodarse a ellos, si se puede. Y si no son ritmos rebeldes en exceso. La vida es la verdadera enfermedad y no tiene remedio ni hay dieta ni gimnasio que modifiquen su curso. Lo sabe la sangre y por eso a veces nos hierve.

 

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