Mientras empiezo a escribir esta columna, imagino que cuando ustedes la lean yo estaré de resaca. Mi marido, como buen mexicano, es romántico y detallista, así que el viernes por la noche cenaremos en un restaurante italiano para celebrar San Valentín y es imposible resistirse a un buen Lambrusco.
Por supuesto, el amor es algo que debería celebrarse cada día, pero existiendo días muy tontos consagrados a causas absurdas, no veo por qué no íbamos a dedicarle a Cupido cada 14 de febrero. Es lo mínimo.
El amor es lo único que nos salva de tanto ruido, de cientos de naufragios y es, junto con el tiempo y la muerte, uno de los tres «universales del sentimiento» que a lo largo de la historia han cantado los poetas. El amor ha llenado de letras las canciones, ha inspirado las composiciones más hermosas, se ha plasmado en cartas, lienzos, novelas, películas, esculturas. Y con todo, su mejor cualidad será acaso ser dador de vida.
Hay quienes no creen en él o no creen en el amor romántico. Piensan que es un mito creado por el arte y la literatura que nos ha mantenido engañados a través de los siglos. Por eso, si Cupido se despista, sería lógico sentirnos desgraciados.
Hay muchos tipos de amor, cierto. El amor de una madre o un padre hacia sus hijos, el cariño entre hermanos, el amor a los amigos, a tu mascota e incluso el amor propio, el que nos debemos a nosotros mismos. El amor por la naturaleza, el amor por la vida.
Ninguno de estos amores deberían desdibujar el amor romántico, aunque muchos jóvenes hoy tiendan a verlo como una estafa. Estos tiempos tan materialistas y superficiales en los que conseguimos cualquier cosa a golpe de clic, relaciones de usar y tirar, hacen difícil que creamos en vínculos sagrados. Cuando alguno de mis alumnos adolescentes me cuestiona: «¿Cómo puedo estar seguro de que es real?», yo siempre les respondo con otra pregunta: «¿Has escuchado el Concierto para piano nº 2 de Rachmaninoff?».