Digámoslo sin medias tintas: si alguien tuviera mucho dinero y odiase a la humanidad montaría una compañía aérea. Ya el nombrecito se las trae: compañía. Ja. Para empezar, puede que le cueste más tiempo y dinero llegar al aeropuerto que volar desde él, aunque la distancia no tenga comparación. Esta percepción relativista de las coordenadas espacio-temporales acompaña y define al viajero moderno, alienado y desorientado por definición.
La compañía le acompañará, no obstante, requiriéndole la descarga de una aplicación que torturará su vida diaria durante semanas ofreciendo variopintos servicios destinados a cobrar más por un billete que ya no empieza a parecer tan barato al cabo de horas. Uno de los placeres del viajero moderno consiste en borrar esa aplicación una vez regresado del viaje.
Las humillaciones a las que se somete a la población civil en su momento de mayor indefensión (con el tiempo medido y los utensilios para su defensa corporal y espiritual reducidos a lo que cabe en una maleta de cabina) se multiplican y no hace falta sino enumerarlas para que ustedes evoquen bellos recuerdos: despojamiento de prendas de vestir y calzado ante la mirada impertinente de congéneres y agentes de la ley, registro de enseres y efectos íntimos no siempre decorosos, humillación bajo arco magnético que interpretará como arma de fuego de gran calibre su clavo médico en el fémur, cotejo mediante documento con fotografía disímil ante funcionario receloso, coacción de fila de ciudadanos urgidos de pasar por la misma situación, aglomeración y trompicones; fe, esperanza y caridad. Lo peor es el motivo: por su propia seguridad. No son molinos, sino gigantes.
Sin embargo, transcurrido el momento de certificar que su frasquito de desodorante no aloja amenazas biológicas (inserten aquí la BSO de ‘Misión: imposible’) y una vez atrapado en ese purgatorio moderno denominado zona internacional, comienzan las amenazas a la sobria cartera del viajero. En primer lugar cabe atravesar lugares míticos: Escila (Duty Free) y Caribdis (cualquier cafetería), evitando cantos de sirena de los adolescentes que acompañan de serie, si es el caso. Más tarde, tanto si ha aligerado su tarjeta de crédito voluntariamente como si no, debe pagar. Debe pagar un suplemento si su maleta excede en algún centímetro las arbitrarias dimensiones disponibles en una cabina que ni la de José Luis López Vázquez, mientras bultos dignos de caravana oriental son alojados sin llamar la atención. Debe pagar un suplemento si no desea acceder el último y, por tanto, sin espacio para su ascética mochila. Debe pagar un suplemento si no trae impresa la tarjeta de embarque –¡pero ha descargado la ‘app’!– Debe pagar un suplemento si no desea perder de vista a su familia y/o amigos hasta una zona ignota de un aeropuerto desconocido. En resumen: debe pagar un suplemento. ‘Mayday, mayday’.