Hoy, día 7, como todos los primeros jueves de noviembre, se celebra el Día Internacional contra la Violencia y el Acoso en la Escuela. Ya va siendo hora de que el mundo reaccione ante este desastre. Las cifras son dramáticas y espeluznantes. Según los datos de la Organización Mundial de la Salud, alrededor de 200.000 jóvenes, de entre 14 y 28 años, se suicidan al año en el mundo por sufrir este acoso. ¿Ustedes se dan cuenta de la magnitud de esta tragedia? No hay guerra, ni atentado, ni terremoto, ni Dana que llegue a ese número. Ni siquiera la guerra de Gaza se acerca a ese número fatídico de muertos en su primer año. Mi opinión es que no se le ha dado aún la importancia que realmente tiene.
Empezaré contando una experiencia que cambió mi mentalidad sobre el tema. Francisco es hoy un ingeniero que vive con su familia en Madrid y a sus 40 años ha llegado a lo más alto en su empresa. Conocí a Paco en el año 1996. Él cursaba 1º de ESO y yo era jefe de estudios y su tutor. Paco tenía doce años y se le veía superior a los demás. En el segundo trimestre su madre vino al instituto a hablar conmigo. Ella se preocupaba por el cambio que había dado su hijo: Paco estaba triste, no quería ir al instituto y ella le notaba raro. Hablamos con él y su respuesta siempre era la misma: «no me pasa nada». Un día, en el recreo, una niña me dice que Paco estaba llorando en una esquina del patio porque los compañeros le han echado de la cancha de fútbol a patadas y no le dejan jugar. En mi despacho se derrumbó: «Secundino, no puedo más. Son cinco compañeros que me insultan, me pegan y me hacen la vida imposible». En mi investigación pude descubrir la crueldad de aquellos niños: le colgaban por su capucha en una percha y le dejaban en el aula todo el recreo, le quitaban el bocadillo, le escupían desde la escalera... ¡increíble! Y menos mal que en aquel momento aún no existía Whatsapp. En la reunión con los padres, mientras la madre de Paco lloraba por la situación de su hijo, los acosadores aseguraban que el culpable de todo era Paco y que ellos no le hacían nada. Los padres de estos acosadores nos decían a los profesores que no nos metiéramos nosotros, porque «eso era sólo cosa de niños». «No, señores, eso no es cosa de niños, sino acoso puro y duro». Nuestro objetivo era poner a cada uno en su sitio. Devolver a Paco su dignidad y conminar a los acosadores para que jamás se les ocurriera volver a hacerlo. Fue difícil, pero lo logramos. Francisco ‘resucitó’ y volvió a ser el de siempre. Y yo aprendí de este caso tanto que desde entonces he llevado a cabo una cruzada en 25 años, como jefe de estudios y director, para «reanimar a los acosados y desarmar a los acosadores».
Nuestra definición de acoso escolar (o ‘bullying’) es el maltrato físico o psicológico deliberado y continuado que recibe un alumno por parte de un compañero o un grupo de compañeros que se comportan con él cruelmente con el único fin de someterlo y asustarlo con insultos, difamaciones, amenazas, chantajes, robos o golpes que provocan el aislamiento y la inferioridad del acosado. Con la llegada del cyberacoso la complicación es tremenda. Se caracteriza por la intimidación producida a través de internet con mensajes de Whatsapp por los que el acosador difunde infundios que provocan un enorme malestar en la víctima.
Si se comunica al equipo directivo el menor indicio de acoso, se activa un protocolo que tiene como finalidad reanimar al acosado y neutralizar al acosador. Los acosadores escolares pueden llegar a ser crueles, pero son muy niños y debería ser fácil ‘anular’ su acoso a esas edades.
Sí, queridos lectores, quiero gritar muy alto y que me oigan todos. No podemos seguir con los brazos cruzados y, sobre todo, no podemos seguir ‘callados’ y siendo cómplices de los 200.000 suicidios de jóvenes del mundo, entre 14 y 28 años, cuando están empezando su vida, y sólo por sufrir acoso. Lo podemos mitigar y hasta eliminar. No me tomen por iluso. Yo estoy convencido de que todo acoso finaliza a los cinco minutos de ser conocido por el tutor o el equipo directivo. Lo importante es romper el silencio y encontrar un atajo fiable para descubrirlo. En nuestra experiencia directiva tengo que agradecer la ayuda de las juntas de delegados. Si el director de un centro escolar hace ‘piña’ con los delegados y se gana su confianza, podrá contar en cada clase con sus ojos que le comunican todo lo que sucede en el grupo. Cualquier duda de acoso puede ser suficiente para evitar una tragedia. Nuestro objetivo era que nadie sufriera por el acoso de los compañeros. Si los delegados son listos se darán cuenta rápidamente del primer asomo acoso, se lo comunicarán al director y problema resuelto. Así de fácil y sencillo. El acoso se alimenta de silencios y se muere al descubrirlo. Voy más lejos aún: Una vez que se conoce el acoso, si nos ‘lavamos las manos’, nos convertimos en cómplices y culpables. Todos tenemos la obligación de actuar: tutor, coordinador de convivencia, equipo directivo y padres, por supuesto. Para nosotros el máximo responsable será el director, porque cuenta con todas las armas para cortarlo de raíz. «El acoso escolar existe porque lo permitimos».