Cuando usted, querido lector, se acerque a leer estas humildes líneas, un tal Donald Trump, magnate de las altas torres con su apellido en letras mayúsculas, porque hay que poner siempre la marca, como en los bolsos y los cinturones, estará a punto de tomar posesión de su cargo, si es que no lo ha hecho ya. No podrá ser al aire libre (libre, qué palabra en este contexto), porque anuncian vientos árticos sobre Washington, quién sabe si vientos de Groenlandia. Por esa razón, Trump no podrá lanzar al viento su flequillo naranja, ni sus eslóganes habituales, sino que tendrá que hacerlo en el interior del propio Capitolio, en Capitol Hill, no sé si se acuerdan ustedes.
Sí, hoy es el día amigos. Leo que en muchos lugares del mundo no se han preocupado demasiado, o simplemente contemplan la escena poniéndose de perfil, porque ‘sic transit gloria mundi’, etcétera, aunque recuerden que Trump repite, y ahora, dicen, se trae la lección aprendida. Signifique eso lo que signifique. El poder es adictivo, claro, y en eso está nuestro hombre. Pero ganó las elecciones con contundencia, a qué negarlo, y ello a pesar de sus afirmaciones surrealistas y sus promesas kafkianas. Reconozcamos que el gobierno de Biden no ha sido gran cosa: ha fracasado en el intento de mostrar la deriva antidemocrática de los nuevos ultras, lo cual sorprende, porque se diría que operan a cara descubierta y con el orgullo del matón de patio. En cualquier caso, si Biden les defraudó, esperen a lo que llega hoy.
Trump ha armado un gobierno cargado de nombres polémicos, por diversas razones, lo cual, sin duda, le divierte. Es parte del plan. Un plan divisorio, como siempre, que vive del debate bronco en la sociedad, y que se apoya en una buena cantidad de votantes que quizás no reciban ninguna ventaja ni ningún beneficio por sus esfuerzos y su adhesión inquebrantable. Estamos, y en esto Biden está en lo cierto, ante un gobierno que abomina de las elites intelectuales y científicas, pero que adora ciertas élites económicas, mayormente las suyas, y las que pertenecen al ámbito tecnológico. Sobre todo, si permiten al presidente saltarse el incómodo papel de la prensa.
Trump es fundamentalmente él. Su firma en letras mayúsculas. El narcisismo político se abre camino. Pero lo hace a través de esa nueva ‘ilustración oscura’, que no quiere saber nada del multilateralismo, y que tiene en el punto de mira a la culta Europa, la mayor incomodidad para el trueno trumpista. Europa es una piedra en el zapato para este nuevo autoritarismo, esta mirada ultra al mundo, este oleaje de conservadurismo, que se apoya sobre todo en el poder de los oligarcas, pues esa es la intención. Un mundo gobernado por oligarquías: gente blanca y millonaria.
Ya vemos cómo, en estos días precedentes, los grandes oligarcas de las tecnológicas se han ido sumando a las volcánicas propuestas de Trump. El proyecto europeo, que es el más importante en los últimos doscientos años de historia, descubre con gran facilidad las tretas y estrategias trumpianas, pone en evidencia la simpleza y el intento de expansión imperialista, que reedita otros momentos de la historia, pero, al tiempo, Europa se muestra ineficaz a la hora de evitar la influencia del magnate y de sus favoritos, eso que se conoce como ‘political leverage’. Una influencia desmesurada que va minando a los votantes (crear desafección, aunque sea mediante bulos y equívocos, de ahí la importancia de hacerse con las redes sociales). Y que ahonda en la división de Europa, porque ese sería, sin duda, el talón de Aquiles de la Unión. A Meloni le ha faltado tiempo para abrazar a Elon Musk, el favorito de Trump, el nuevo valido, autor, en apenas unos días, de los mayores ataques contra Europa (con el apoyo a los ultras de Alemania).
Conseguida de nuevo la poltrona, muchos creen que gran parte de las afirmaciones de Trump son sólo para consumo interno, y que ni él mismo se cree muchas de esas cosas que afirma, con imparable frenesí verbal. Descubrirá, eso sí, que no es tan fácil subvertir las reglas democráticas del mundo, como la inviolabilidad de las fronteras, y que ni siquiera todo se compra con dinero. Salvo por la fuerza, como ya ocurre. Si se trata de dar una patada al tablero internacional e imponer, como en tiempos coloniales, la gobernanza y la propiedad de los territorios, entonces tendremos que hablar de un nuevo mundo, más terrible aún, basado en la ley de la selva.
Quizás ni siquiera alguien como Trump puede pensar que esa forma de actuar, que sería una especie de matonismo político de la peor especie, tiene alguna posibilidad de éxito en el siglo XXI. Pero no todo es palabrería, ni hablar por hablar. Hace ya semanas que Trump ejerce de presidente (ni siquiera en la sombra: está en primer plano, como le gusta), con muy poco respeto por los tiempos y por las personas que hasta hoy ocupaban los cargos de gobierno. Es la prisa de la ambición, del que se cree poco menos que imprescindible. Trump sabe que no podrá cambiar el curso de los acontecimientos con tanta facilidad como pregona, por más que se haya atribuido un papel decisivo en la firma de la tregua entre Hamás e Israel (por lo que ha demandado rápidamente crédito político personal), o por más que haya intervenido, unas horas antes de tomar posesión hoy, en la prohibición de TikTok en los Estados Unidos. Lo que es seguro es que las tecnológicas estarán en el corazón del gobierno del magnate, aunque, eso sí, con Elon Musk como pieza decisiva. Lo que hemos sabido hasta ahora, lo que hemos leído y escuchado, no produce hilaridad, ni siquiera estupefacción (aunque también). Produce temor. Sin duda, ha llegado el tiempo de los liderazgos narcisistas, que no toleran un ‘no’ por respuesta.
Esta condición oligárquica del ejercer el poder es lo que veremos a partir de hoy, con una mezcla de exigencias poco amables y un cierto desprecio por la diplomacia tradicional y, ya puestos, por las instituciones: especialmente las instituciones globales. Un gobierno de unos pocos (ricos), que no dudan en reafirmar aquellos viejos propósitos de ‘América primero’, o ‘América para los americanos’, dejando de lado asuntos de gravedad de interés planetario, como el deterioro galopante provocado por el calentamiento global. De hecho, ese calentamiento va a abrir pronto rutas comerciales por el Ártico, lo que explica en parte, sólo en parte, el interés por Groenlandia. Si las futuras decisiones políticas van a basarse en la ambición personalista, en el autoritarismo y en la insolidaridad, es obvio que nos estamos dirigiendo hacia tiempos muy peligrosos. Desde hoy mismo, por ejemplo.