Cae la lluvia y caen también las noticias, una detrás de otra, tapando las nuevas a las anteriores. El Poder lo sabe y usa esa saturación para mantener a la peña embotada. Los casos de corrupción que anteayer parecían insoportables quedan sepultados por la producción imparable de curiosidades, paridas y demás manufacturas de los medios de comunicación. De hecho, son los mismos protagonistas de este gran esperpento los que se afanan en darle a la manivela para que la maquinaria cubra bajo varias capas sus escándalos anteriores. Del mismo modo, las manifestaciones por situaciones insostenibles, como el problema de la vivienda, dan para un par de ‘posteos’ en redes sociales y a otra cosa. El drama es fugaz, la vergüenza se diluye.
Mientras me asaltan estos pensamientos paseo por una calle en cuya acera quedaron marcadas las huellas de un perro. Hacía mucho que no me encontraba con una. La proliferación de adoquines y baldosas de exterior ha eliminado la tan hispánica moda de llenar de gruesas capas de cemento la vía pública. Supongo que algo tendrá que ver el continuo picado de las calles para quitar cables, poner otros nuevos y volver a quitar estos. Abundan incluso las leyendas urbanas de concejales con intereses económicos en empresas de renovaciones urbanas, acaso con primos carnales o vecinos del pueblo ganando contratos públicos para tal función.
Antes, en cambio, se ponían unos tablones en un cuadrante de Obispo Almarcha y se llenaba éste de la mezcla fresca, que luego quedaba al aire hasta que secaba. Este proceso daba lugar a que los animales (y también los niños traviesos) hollasen con sus extremidades el futuro suelo. Y ahí quedaban para la posteridad, como esas pisadas de dinosaurios en Teruel que hacen que viajemos al cretácico inferior contemplando la ruta saurópoda.
Ante vestigios como estos resulta inevitable hacerse preguntas. Yo siempre pensaba en si los restos de cemento se quedarían en las almohadillas de los mamíferos. Pero también si el chucho (o el gato) iría con su dueño o sería una criatura callejera. De igual manera, ¿cuánto tiempo habría pasado desde la estampación? Y lo que es más importante, ¿seguiría vivo o viva? Y de ahí, a cuestiones más metafísicas:
¿Reconocería su pisada cuando volviese a deambular por ahí? ¿Sería consciente de que un gesto tan sencillo quedó ahí, para la posteridad (o, al menos, hasta que el concejal de turno decidiese renovar el pavimento en condiciones sospechosas) y para que un rapaz se quedase mirando el suelo con cara de panoli?