Me contaron esto: «El tipo dice que es el dueño de la huerta. Lleva barba blanca, mono azul, siempre un apero al hombro, camina como si fuera un hombre con un firme propósito. Ella lo ha visto pasar por la ventana de delante y por la ventana de atrás. Si le saluda no le contesta; si la ve, la evita. Ella le dice a su marido, él no es el dueño, alquilamos la casa con la huerta. Su marido dice, hablaré con el propietario. El propietario dice, le compramos a ese viejo la huerta, tengo los papeles. Menos mal, la pareja se queda tranquila. Miran por la ventana, una algarada de hayas, robles, castaños. La niebla desciende por la ladera de la montaña. Con tanta niebla, no sé qué pasará con los tomates, dice ella. Él se ríe. Son tan felices en ese valle olvidado, lejos de la ciudad.
Pero el viejo insiste, es el dueño de la huerta. Cortaste los frutales que plantó mi padre, le dice al marido. El marido replica, aquí no había frutales. El viejo se da la vuelta, ¡la huerta es mía!, grita. La mujer dice, se referirá a los avellanos, los que podamos para que el sol llegara a los calabacines. Y luego: ¡pero si hay avellanos por todas partes! Y luego: además, estaban en ‘nuestra’ huerta.
Pero el viejo pasa por delante la casa y pasa por detrás de la casa. La mujer va a hablar con una vecina. Es una aldea muy pequeña, diez casas, casi todas vacías. Solo se llenan en verano. La vecina de la casa grande es la única originaria de allí. Vive en la ciudad y viene los sábados. La vecina dice, es un viejo avaro, compra las casas ruinosas de familias que marcharon de aquí, les pone un baño y las alquila a cualquiera, quinquis, drogadictos, anda diciendo que todo el valle es suyo, a mi hermano le quiso quitar unos ‘praos’. La mujer observa a su vecina, su vecina deja caer la azada una y otra vez. Se yergue, pone las manos en jarras, dice, le dio una somanta palos, mi hermano. Lo dice con ese acento cantarín de la montaña asturiana. Luego continúa cavando.
La mujer sube la cuesta hasta su casa. Se calza las botas de agua. Agarra el jajín y el caldero. Se detiene al borde de su huerta. Berzas, tomates, pimientos, calabacines, guisantes. Piensa, ¿merece la pena? Lo arranco todo y en paz. Contempla las berzas, cada vez más frondosas. Piensa en su padre, piensa en su abuelo. La huerta que cuidaban cuando vivían en aquel pueblo de la ribera. Luego ella marchó a la ciudad, vendieron las tierras. Se yergue, pone las manos en jarras, que venga el viejo a decirme que la huerta es suya. Se imagina Scarlett O´Hara o algo así. Le da la risa. Vuelve a casa y mira, alerta, por la ventana».