José Luna Borge, el poeta de Sahagún, ha cumplido con su obligación de darnos a conocer su visión del mundo desde la altura de los setenta, que es ya, más que un cerro, la amenaza de un despeñadero. Desde esa altura, se lo puedo asegurar a ustedes, se ve la vida, no como un todo, sino como un instante. Como si todo pudiera aparecer y desaparecer de golpe, tan solo con pronunciar cada palabra y colocarla en su sitio. Porque las palabras tienen su sitio. Como las personas. No es lo mismo la Sra. Engracia en su gallinero, echando de comer a las gallinas, a los pavos y a las palomas, que esa misma Señora en su reclinatorio de la iglesia oyendo Misa.
Pepe Luna vuelve a Sahagún, como volvemos todos, en verano, y abre las portonas de su memoria y solo le esperan ya las golondrinas. Pero él llega pertrechado de su sable y su armadura. Aquel muchacho que ayudaba en el campo en vacaciones, y trillaba las mieses, y acarreaba la leña para el invierno, ahora es un húsar, un guerrero especial, como aquellos que en 1485 el rey húngaro Matías Corvino, reclutó de entre la gleba para combatir al turco.
¿Qué es lo que ha cambiado, entonces? ¿Qué es lo que le empuja a abandonar la alegre y feliz Andalucía, para recobrar los posas, los olores, las esquirlas, de un pasado feliz que, sin embargo, no resultaba suficiente para enfrentarse a los embates de la vida.
Le faltaba todo, y sobre todo la sabiduría. Pero no una sabiduría cualquiera, sino toda. El arte (la música, la literatura, la pintura, la escultura) y sobre todo la experiencia. En busca de ella salió aquel joven para comprobar por sí mismo lo ancho que era el mundo. El «viaje» en definitiva. Ese viaje imprescindible antes de regresar a Ítaca.
Pero en Ítaca quien nos espera es la melancolía. «Al amparo del fuego, en la cocina / se iba quitando / palpitante / entera / su pesada panoplia de guerrero...» «Permanecía, callado, / en el sillón vencido / descifrando su sombra...».
Pero el húsar, después de tantas experiencias, no puede menos de caer en la melancolía. «A veces escribimos versos / para dar con los líneas de fuga necesarias / y escapar por las cárcavas del tiempo». Y se despide: «Adiós, amigos todos, van llegando / esas horas violeta de la tarde / en las que nos alejamos lentamente / con terca mansedumbre...» «Adiós dulces amantes invisibles...».
Otro más, otro «escamado» por la vida... Porque podía haber sido mejor: con menos injusticias, con más calma, y con más tiempo para haberlo pasado en Sahagún, en Ítaca.