Sucede que siempre echamos de menos aquellos años buenos que quedaron en el pasado incierto al que no se puede dejar de recurrir. Yo en ocasiones levito sobre los recuerdos de una diversión pura que se ha ido materializando en la sensación ajena de la adulterada adultez, aunque no tenga demasiado claro lo que me haga ser adulta.
El derredor me parece repleto de incertidumbres y se me hace inexplicable. Veo corrientes autoritarias que se levantan sobre una humanidad relegada al sometimiento; una humanidad que se enconde entre las bambalinas de un capitalismo ignominioso y agazapado a la espera de la próxima Navidad. Me siento en una mesa, dispuesta para el banquete al que me ha invitado alguien que se torna un desconocido, y, como en ‘La cena de los idiotas’, no se sabe muy bien quién es quién.
Las corruptelas son pan de cada día; plato principal casi siempre en el menú. Sus ejecutores son los comensales de traje caro que te sonríen con dientes resplandecientes mientras manchas el babero que todavía no te has podido quitar. La juventud es un divino tesoro hasta que no te es posible dejarla nunca atrás. Mientras tanto, el mundo te obliga a ser un adulto con opinión firme, pero tú sigues pensando que alquilar un piso a los 26 años es una utopía incuestionable y que, si acaso, poder permitírtelo es una cuestión de fortuna.
El reloj marca las horas incesante mientras lo miras atenta al paso inminente de un tiempo que se te escapa entre los dedos de las manos. Crees que escrutinándolo llegará el día en el que vivas sola entre las no más de cuatro paredes que necesitas, rodeadas de todos esos finales novelescos que ya has conseguido desentrañar. Y piensas que esas luces que adornan ahora Santo Domingo, que esos villancicos al encenderlas, que los regalos que pedimos a Papá Noel, a los Reyes Magos o a la Vieja del Monte y los propósitos por cumplir son una cortina de humo que no deja traslucir la cruda realidad.
Las uvas llegan al intestino como un punto de inflexión que marca final y principio y todo –parece– está por llegar. Pero tú sigues con el babero sucio, esperando a que te quiten lo gordo de la carne y viendo cómo los trajes impecables de unos señores confusos van llenando sus armarios y cómo el vino más pulcro y los mejores ejemplares de centollo hinchan sus barrigas al son de la desconsideración. Sus guerras políticas no hacen estragos en sus ropas de marca. Están limpios como patenas, pero tú, manchada hasta las cejas, esperas insegura para quitarte el babero y, por fin, salir por la vida a comprender.