Llevo tiempo queriendo desahogarme sobre la imbecilidad en la que hemos caído a cuenta de los móviles y el enganche que tenemos a las dichosas pantallas. No hace falta ser un experto observador para ser testigo en el día a día de conductas, protagonizadas por seres humanos, que demuestran que estamos abocados a la desaparición como especie más pronto que tarde.
La aprobación esta semana del anteproyecto de ley de protección de los menores en los entornos digitales me sirve de excusa perfecta para hablar de la dependencia enfermiza que tenemos tanto adultos como niños a las pantallas. A menor edad más desprotección, pero los años tampoco te garantizan nada, ya que los adultos somos también yonkis digitales. Y esto tiene un daño colateral no baladí, que es que por muchas normas que los gobiernos impongan a las tecnológicas, si los padres estamos enganchados a las pantallas, difícilmente podremos aplicar estrategias para que nuestros hijos no se conviertan en esclavos de esa misma droga. Voy a detenerme en dos situaciones vividas recientemente en primera persona y que me provocaron un ‘Almodóvar’, es decir, me pusieron al borde de un ataque de nervios.
La primera de ellas ocurrió en una sala de cine, donde una individua que estaba una fila por debajo de mí se pasó media película viendo su Instagram y escribiendo por WhatsApp. Muy encefalograma plano tienes que tener para ir al cine, pagar la entrada, que precisamente es de todo menos barata, para en vez de estar viendo la película estar utilizando tu móvil.
La otra es de sólo hace justo una semana. Tuve la suerte de ver con mi hija la final de la Champions en el Bernabéu. A miles de personas a las que les gustaría haber estado allí no les quedó más remedio que verlo por televisión, lo que demuestra que era un evento especial. Pues resulta que a mi izquierda se sentó una joven de unos veinte años que desde el inicio del partido no hizo otra cosa que estar viendo Instagram y TikTok. Cada bastantes minutos levantaba la mirada y se detenía unos segundos en las pantallas gigantes desde donde se podía seguir la final, pero luego volvía a su móvil. Durante el partido, al sufrimiento que nos hicieron pasar los alemanes, se añadió mi cabreo pensando en que esa chica estuviera ocupando una plaza que sí sería aprovechada de verdad por otra persona. En vez de estar disfrutando al máximo de un acontecimiento único, fue presa de su móvil y de las redes sociales.
Estos ejemplos son una clara evidencia de la dependencia que tenemos de nuestros dispositivos móviles, lo que nos convierte en verdaderos imbéciles.