Sabido es que la globalización, término que procede del inglés equivalente a mundial, es un fenómeno desarrollado en lo económico, tecnológico, social y cultural a gran escala, que se ha ido extendiendo a partir de la segunda mitad del siglo XX, adquiriendo por tanto cada vez más fuerza y mayor integración en todo el planeta.
Vivimos en un mundo cada vez más interdependiente y en él hay que englobar a la globalización, valga la redundancia. Lo que puede ser pernicioso es quién la dirige, lo cual no depende de los avances científicos en sí mismos sino de la relación de fuerzas económicas, sociales, culturales y armamentísticas entre otras. Hoy en día, mientras que las fuerzas de la democracia están perdiendo terreno, la globalización se decanta en favor de los grandes poderes financieros y las multinacionales en general.
La globalización y la revolución digital explican, también, por qué hay problemas que ya no tienen solución. Uno de ellos, tal vez el más determinante, es el del cambio climático, esto es, la destrucción de la naturaleza o del medioambiente. De acuerdo con Nicolás Sartorius (‘La democracia expansiva’), afirmar que los humanos estamos destruyendo nuestro único hábitat, estamos diciendo media verdad. Porque los humanos no producimos ni consumimos de manera abstracta, sino que lo hacemos en un sistema socioeconómico determinado, hoy global, que se llama capitalismo. Este capitalismo es, precisamente, el que está destruyendo el medioambiente haciendo cada vez más insostenible la vida en la Tierra. Consecuentemente, más que construir o crear, se depreda. Y no deberíamos olvidar, sostiene Sartorius, que las fuerzas que están erosionando la democracia con el aumento exponencial de la desigualdad son las mismas que están negando el calentamiento global de la atmósfera, el aumento del nivel de los mares, la desaparición de millones de especies: en una palabra, son los negacionistas quienes rechazan que este sistema esté liquidando cada vez más deprisa un planeta que no tiene recambio, al menos por ahora.
Deberíamos reflexionar si no es un delito contra la humanidad destruir nuestro ecosistema, ya que, aparte de las respetables creencias religiosas con las que cada cual pueda consolarse, lo indiscutible es que los humanos somos parte de la naturaleza y los atentados contra ella son agresiones contra nosotros mismos. En la actualidad es obligatorio preguntarse: ¿Estamos seguros de que a raíz de la reciente epidemia del covid-19 no han influido las continuas destrucciones de nuestro ecosistema, al romper los equilibrios que sostienen nuestra vida en la naturaleza? Yo no albergo dudas. Al mismo tiempo que es sorprendente, tanto si nos atenemos a las declaraciones de los derechos humanos en la protección que necesitan como en el castigo por violarlos, nunca se hayan incluido los crímenes contra la naturaleza. Ni que ante tamaña crisis no se haya producido ninguna reacción que los haya puesto en jaque o, por lo menos, haya planteado una profunda reforma del mismo. Y menos ahora desde el punto de vista político, con el negacionista superlativo Donald Trump, que quiere desplazar a dos millones de palestinos al desierto de Egipto y de Jordania, llegando a respaldar una anexión de Cisjordania por parte de Israel y la anexión a Estados Unidos de Groenlandia. Si todo esto acontece, el mapa político del mundo tendrá un importante cambio global.