Un tal Tesifonte Gallego y García, director general de Agricultura, Industria y Comercio, firmaba el 16 de agosto de 1910 –hoy se cumplen 113 años– la patente de invención (sic) de «unos dulces denominados Imperiales Alonso», que ya habían recibido distintos galardones, incluido el de la Exposición Universal de París en 1900. Su ‘inventor’, Emilio Alonso Ferrero, los había ideado años antes de fundar su confitería en La Bañeza en 1887, que hoy regenta su bisnieto Ordoño Alonso.
Los imperiales, elaborados únicamente con almendra, huevo y azúcar, no tardaron en incorporarse al patrimonio gastronómico leonés; si aún no los has probado, no esperes más… Los encontrarás cuidadosamente presentados en cajinas de madera de doce unidades, envueltas con un papel diseñado con cierto aire ‘vintage’…
Hace un tiempo tuve ocasión de ver cómo es su proceso de producción. Las almendras –de origen español, porque «no saben igual que otras», me decía Ordoño–, con piel, se encuentran en sacos. Las pela una máquina pero, como no quedan bien, se ponen a remojo para, después, en una criba, terminar la labor. A continuación se muelen, junto con azúcar –previamente también molida–, y se forma una pasta que, seguidamente, es batida al tiempo que se mezcla con huevos.
Con la emulsión resultante se rellenan las cápsulas –dobladas a mano–, una a una, con una cuchara sopera –una cucharada por unidad–, que son colocadas en bandejas para meter en el horno. Los imperiales, una vez horneados, son bajados rápidamente de temperatura en una máquina, y salen ya listos para comer. De eso doy fe, que me invitaron a probar uno… y no podía decir que no, ya sabes… A gloria me supo, claro. Solo faltaba ya meterlos en las cajinas, y envolverlas.
Poco antes de marchar, pasó por allí Carlos Alonso, el padre de Ordoño –y su predecesor en la confitería–, que me sugirió: «prueba a apretar un poco el imperial con el dedo, y echa un chorrín de Tío Pepe». Y probé. Varias veces. Y seguiré ‘probando’, ya te lo digo yo...