Una vez más, España ha perdido una oportunidad extraordinaria para unirse en torno a un desastre. Lo hemos visto con lo sucedido con la gota fría en Valencia. Cientos de vidas perdidas mientras los políticos de uno y otro signo escurren el marrón, se arrojan la responsabilidad entre ellos y se enredan en vericuetos de competencias para no asumir cifras inasumibles de fallecidos.
Algo se ha roto estos días. Y no es sólo la confianza en unas personas que están puestas ahí para gestionar los momentos buenos, sino también las catástrofes como ésta. La inacción se ha convertido en algo insoportable, el Estado ha desaparecido como sucedió con el Huracán Katrina en Estados Unidos y la ciudadanía ha tenido que armarse de palas, escobas, agua potable, y otro tipo de material. Ha tenido que fletar camiones y llenarlos de material, saltándose prohibiciones absurdas y caminando a pie kilómetros para ayudar a la gente que mira a las cámaras llorando porque 84 horas después de la riada ninguna administración ha acudido a auxiliar.
Resulta especialmente sangrante el caso de lo que podríamos llamar los ‘Eichmann de la solidaridad’, tomando como referente el trabajo de Hannah Arendt con el juicio del líder nazi refugiado en Sudamérica, detenido por el Mossad y posteriormente condenado a la muerte en Israel. Argumentan estas almas que hay que seguir los cauces legales, cumplir las órdenes que han establecido y no hacer otra cosa que no sea lo que dicten las administraciones. «No se puede hacer esto», dicen con el dedito levantado. Y da igual que el Estado no funcione (y aquí hablamos desde el Gobierno central a los autonómicos), que hay que esperar a que alguien diga «socorro» para ayudar.
La ideologización de la tragedia ha llegado a unos niveles que trascienden los niveles políticos y llegan a la sociedad. Propongo en este punto hacer un ejercicio: Visualicémonos ante una declaración o una acción política acaecida durante estos días que pueda tener un efecto negativo respecto al sector ideológico de nuestra cuerda. Si eso nos molesta, es que estamos podridos en un grado importante. Si no somos capaces de ver que la rentabilidad electoral esconde un infierno mucho más profundo (como ha sucedido en todas y cada una de las grandes crisis de este país), es que somos parte del problema y no de la solución.
Ojalá llegue un momento en que veamos el horror como un objetivo contra el que hay que luchar unidos, y no como una oportunidad, como tantas veces ha sucedido en este país. Ojalá podamos calzarnos las botas de agua y limpiar barro codo con codo con una persona que odiamos.